miércoles, 2 de febrero de 2011

“Necesitamos un nuevo Syllabus”: conferencia de Mons. Schneider (II)

“Necesitamos un nuevo Syllabus”: conferencia de Mons. Schneider (II)


Presentamos la segunda parte de conferencia de Mons. Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Karaganda, titulada “Propuestas para una correcta lectura del Concilio Vaticano II”, en la cual explicó la necesidad de un nuevo Syllabus de errores en la interpretación del último concilio ecuménico. En esta segunda parte, el autor termina de presentar el “vademécum pastoral” partiendo de las enseñanzas del Vaticano II.


3. El deber de predicar a los fieles la penitencia (cfr. Sacrosanctum Concilium, n.9)

No se puede hablar de una verdadera doctrina y praxis pastoral sin el elemento esencial de la penitencia en la vida de la Iglesia y de los fieles. Toda verdadera renovación de la Iglesia en la historia se efectuaba con el espíritu y la práctica de la penitencia cristiana. En la Constitución dogmática Lumen Gentium n. 8 se afirma que la Iglesia debe avanzar continuamente por el camino de la penitencia y de la renovación. Luego se dice que los fieles deben vencer en sí mismos el reino del pecado con la abnegación de sí mismos y con la vida santa (cfr. ibíd., n. 36). En la actividad misionera los hijos de la Iglesia no deben avergonzarse del escándalo de la cruz (cfr. Ad Gentes, n. 24).

Se puede entender mejor el verdadero espíritu de estas enseñanzas conciliares sobre la necesidad de la penitencia si se considera el hecho de que, en vista de la inminente apertura del Concilio, el Beato Papa Juan XXIII, el 1º de julio de 1962, Fiesta de la Preciosísima Sangre, dedicó precisamente una Encíclica a la necesidad de la penitencia titulada Paenitentiam agere. Se trataba de una apremiante invitación al mundo católico y una exhortación a una más intensa oración y a una penitencia propiciadora de Gracias sobre el inminente concilio. El Papa indicaba el pensamiento y la práctica de la Iglesia como también el ejemplo de los concilios precedentes, reiterando la necesidad de la penitencia interior y exterior como cooperación a la divina redención. Concretamente el Papa Juan XXIII recomendaba en las diócesis una función penitencial propiciatoria, explicando cómo “con las obras de misericordia y de penitencia todos los fieles buscan propiciar a Dios omnipotente e implorar de él aquella verdadera renovación del espíritu cristiano, que es uno de los objetivos principales del Concilio” (n. II, 2). El Papa prosigue diciendo: “De hecho, justamente observaba Nuestro predecesor Pío XII, de venerada memoria: «La oración y la penitencia son los dos medios a disposición de Dios en nuestro tiempo para reconducir a Él la mísera humanidad que vaga sin guía por doquier; medios que disipan y reparan la causa principal y primera de toda trastorno, es decir, la rebelión del hombre contra Dios» (Encíclica Caritate Christi compulsi)”. Juan XXIII dirigía la siguiente ardiente exhortación a los obispos: “Venerables hermanos, actuad sin demora con todo medio que esté en vuestro poder para que los cristianos confiados a vuestros cuidados purifiquen su espíritu con la penitencia y se enciendan en mayor fervor de piedad” (n. II, 3).

El espíritu de penitencia y de expiación debe animar siempre toda verdadera renovación de la Iglesia, como el Papa Juan XXIII deseaba con el Concilio Vaticano II. Esta actitud protege a la Iglesia del espíritu de activismo terreno. Así el Papa enseñaba al final de su encíclica: “Todo el pueblo cristiano, en obsequio a Nuestra exhortación, dedicándose más intensamente a la oración y a la práctica de la mortificación, ofrecerá un admirable y conmovedor espectáculo de aquel espíritu de fe, que debe animar indistintamente a todo hijo de la Iglesia. Esto no dejará de sacudir saludablemente también el ánimo de aquellos que, excesivamente preocupados y distraídos por las cosas terrenas, se han dejado llevar al descuido de sus deberes religiosos” (Ibíd.). En las siguientes palabras se puede percibir aquel auténtico espíritu que animaba al Papa del Concilio y ciertamente a la pars maior et sanior de los Padres Conciliares: “Es necesario que los cristianos reaccionen con la fortaleza de los mártires y de los santos, que siempre han ilustrado la Iglesia católica. De este modo todos podrán contribuir, según su estado particular, al mejor éxito del Concilio Ecuménico Vaticano II, que debe llevar a un reflorecimiento de la vida cristiana” (Ibíd., n. II, 2).


4. El deber de disponer a los fieles para los sacramentos (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9)

El Concilio, en la constitución dogmática Lumen Gentium, enseña que los sacramentos son los principales medios a través de los cuales todos los fieles de todo estado y condición son llamados por el Señor a la perfección de la santidad (cfr. n. 11). El fin principal de los sacramentos consiste, según la Sacrosanctum Concilium n. 59, en la santificación de los hombres, en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo y en el culto que se rinde a Dios. Raramente durante la historia de la Iglesia el Magisterio supremo ha insistido tanto en la importancia y en la centralidad de la sagrada Liturgia, y particularmente del Sacrificio Eucarístico, como lo ha hecho el Concilio Vaticano II. El hecho de que el primer documento del Concilio en ser discutido y aprobado estuviese dedicado a la liturgia, es decir, al culto divino, es significativo y manifiesta este claro mensaje del primado de Dios: Dios y el culto de adoración que la Iglesia le rinde deben ocupar el primer lugar en toda la vida y actividad de la Iglesia. La Sacrosanctum Concilium nos enseña: “Liturgia est culmen ad quod actio Ecclesiae tendit et simul fons unde omnis eius virus emanat” (n. 10).

La sagrada liturgia es la fuente primaria y necesaria del verdadero espíritu cristiano, dice el decreto sobre la formación sacerdotal (cfr. Optatam Totius, n. 16). La finalidad de todos los sacramentos se encuentra, a su vez, en el misterio eucarístico, sostiene el decreto sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes citando a santo Tomás de Aquino: “Eucharistia est omnium sacramentorum finis” (Summa theol. III, q. 73, a.3 c) y agrega: “In Sanctissima enim Eucharistia totum bonum spirituale Ecclesiae continetur” (cfr. S. Thomas, Summa theol., III, q. 65, a. 3, ad 1), (cfr. Presbyterorum Ordinis, n. 5). Dice todavía el mismo documento que la Eucaristía es la fuente y el culmen de toda la evangelización, por lo tanto, con mayor razón la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida pastoral de la Iglesia. En la Sacrosanctum Concilium encontramos esta síntesis: “Sobre todo de la Eucaristía mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin” (n. 10).


5. El deber de enseñar a los fieles todos los mandamientos de Dios (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9)

Otro elemento de la actividad pastoral es este: “La Iglesia debe enseñar a los fieles todo lo que Cristo ha mandado” (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9). Los Pastores de la Iglesia tienen, por lo tanto, el deber de enseñar las leyes y los mandamientos Divinos en toda su integridad. En la Declaración sobre la libertad religiosa el Concilio afirma: “la ley divina, que es eterna, objetiva y universal, es la norma suprema por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo y los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor” (cfr. Dignitatis Humanae, n. 3). La Constitución pastoral Gaudium et Spes sostiene: “el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente” (cfr. n. 16). El mismo documento pastoral afirma: “los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley a la luz del Evangelio” (cfr. Gaudium et Spes, n. 50).

El Concilio prosigue afirmando: “El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (cfr. Ibíd., n.43). Tal error se ha vuelto todavía más manifiesto en los últimos años en los que se observa el fenómeno de personas que, aún profesándose católicas, al mismo tiempo apoyan leyes contrarias a la ley natural y a la ley Divina y contradicen abiertamente el Magisterio de la Iglesia. Qué actuales resuenan estas palabras del Concilio: “No se creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa por otra” (Gaudium et Spes, n. 43). La vida moral, doméstica, profesional, científica, social, debe estar guiada por la fe y de este modo ordenada a la gloria de Dios (cfr. Ibíd..). Constatamos de nuevo en estas enseñanzas del Concilio la importancia del primado de la voluntad de Dios y de Su gloria en la vida de todo fiel y de toda la Iglesia. El Concilio afirma esto no sólo en un documento sobre la liturgia sino en el documento pastoral por excelencia: la Constitución pastoral Gaudium et Spes.


6. El deber de promover el apostolado de los fieles laicos (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9)

Otro punto esencial de la vida pastoral es este: “la Iglesia debe incitar a los fieles a todas las obras de caridad, de piedad y de apostolado” (cfr. Sacrosanctum Concilium, n.9). En este punto reside la gran contribución histórica del Concilio Vaticano II a la valorización de la dignidad y del rol específico de los fieles laicos en la vida y en la actividad de la Iglesia. Se puede decir que es un desarrollo orgánico y una coronación del magisterio del Papa Pío XI sobre la cuestión de los fieles laicos. La Constitución dogmatica Lumen Gentium nos presenta una formidable síntesis sobre la cuestión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo con un sólido fundamento teológico y una clara indicación pastoral, diciendo: “Igualmente coordinen los laicos sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y las realizaciones humanas. Con este proceder simultáneamente se prepara mejor el campo del mundo para la siembra de la palabra divina, y a la Iglesia se le abren más de par en par las puertas por las que introducir en el mundo el mensaje de la paz. Conforme lo exige la misma economía de la salvación, los fieles aprendan a distinguir con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana. Esfuércense en conciliarlos entre sí, teniendo presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede substraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo es sumamente necesario que esta distinción y simultánea armonía resalte con suma claridad en la actuación de los fieles, a fin de que la misión de la Iglesia pueda responder con mayor plenitud a los peculiares condicionamientos del mundo actual. Porque así como ha de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca y elimina la libertad religiosa de los ciudadanos” (n. 36).

Aquí el Concilio condena el laicismo, sin utilizar la palabra, citando a León XIII (León XIII, enc. Immortale Dei, 1 nov. 1885: AAS 18 (1885) 166ss. Id. enc. Sapientiae christianae, 10 enero 1890: ASS 22 (1889-90) 397ss. Pío XII. aloc. Alla vostra filiale, 23 marzo 1958: AAS 50 (1958) 220), decía que: "la legítima sana laicidad del Estado es uno de los principios de la doctrina católica” (Ibíd.). El Papa continuaba diciendo: “la vida de los individuos, la vida de las familias, la vida de las grandes y pequeñas colectividades, estará alimentada por la doctrina de Jesucristo, que es amor a Dios y, en Dios, amor al prójimo”. Esta doctrina encuentra un claro eco en sus elementos esenciales tanto en la Constitución dogmática sobre la Iglesia como en la Constitución pastoral del Concilio Vaticano II.

Sobre la vocación propia de los laicos el Concilio dice: “es propio de los laicos buscar el reino de Dios tratando las cosas temporales y ordenándolas según Dios” (Lumen Gentium, n. 31). En el decreto sobre el apostolado de los laicos el Concilio habla de la idolatría de las cosas temporales a causa de una excesiva confianza en el progreso de las ciencias naturales y de la técnica (cfr. Apostolicam Actuositatem, n. 7). El Concilio prosigue afirmando que la vida matrimonial y familiar es el ejercicio y la escuela por excelencia del apostolado de los laicos (Lumen Gentium, n. 35). De hecho, la vida matrimonial y familiar es el lugar donde la religión cristiana impregna toda la organización de la vida y cada día la transforma más. La familia cristiana proclama en voz alta al mismo tiempo las virtudes presentes del reino de Dios y la esperanza de la vida bienaventurada. Así, con su ejemplo y con su testimonio, acusa al mundo de pecado e ilumina a aquellos que buscan la verdad (Ibíd.). Podemos constatar hoy cuán actual es esta expresión del Concilio: la familia cristiana y católica es una viva acusación del mundo, acusando al mundo de pecado.

La forma peculiar del apostolado de los laicos consiste en el testimonio de la vida de fe, de esperanza y de caridad: se excluye, por lo tanto, un apostolado de activismo y de intereses terrenos. Podemos identificar en el decreto sobre los laicos un breve vademécum del apostolado laico, donde el Concilio enseña que la forma interna del apostolado laico debe ser la conformación al Cristo sufriente y que la finalidad de su apostolado es la salvación eterna de los hombres en el mundo. El Concilio dice: “Recuerden todos que con el culto público y la oración, con la penitencia y con la libre aceptación de los trabajos y calamidades de la vida, por las que se asemejan a Cristo paciente (cf. 2 Cor 4, 10; Col 1, 24), pueden llegar a todos los hombres y ayudar a la salvación de todo el mundo” (Apostolicam Actuositatem, n. 16). Con frecuencia el apostolado laico, a causa de su fidelidad a Cristo, pone en peligro incluso su vida, dice el Concilio (cfr. Ibíd., n. 17).


7. El deber de promover la vocación de todos a la santidad (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9)

La última nota esencial de la actividad pastoral de la Iglesia consiste en promover la vocación de todos a la santidad, diciendo que los seguidores de Cristo, aún sin ser de este mundo, deben ser la luz del mundo (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9). Más específicamente el Concilio trata este tema en el capítulo quinto de la Constitución dogmática Lumen Gentium, nn. 39-42: “De universali vocatione ad sanctitatem in Ecclesia”. En esto se puede ver la contribución realmente histórica, más específica y propia del Concilio Vaticano II. La santidad consiste, en el fondo, en la imitación de Cristo, de Cristo pobre y humilde, de Cristo que lleva la cruz, dice la Constitución Lumen Gentium, n. 41. La imitación de Cristo alcanza su culmen en el martirio, en el testimonio valiente de Cristo frente a los hombres (cfr. Ibíd., n. 42). El Concilio dice: “Todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle, por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (Ibíd.).



(Ver primera parte de la conferencia. Próximamente publicaremos la tercera y última parte)



Fuente: Chiesa





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