Carta abierta a Hans Küng
Vittorio MessoriQuerido padre Küng:
Usted es sacerdote, se acerca a los setenta años de edad, entró en el seminario cuando era niño, lo conoce todo y a todos en el mundo clerical. Así pues, también usted habrá oído esas historias divertidas que circulan en el milieu, y de las que usted es protagonista. Una, por ejemplo, es la de los cardenales reunidos en cónclave que –al no encontrar entre ellos a nadie bastante “progresista” y, por tanto, capaz de guiar la barca de Pedro hacia “el sol del porvenir”– le envían un emisario a Tubinga para saber si está dispuesto a subir al solio pontificio. Y usted responde: “¿Yo Papa? ¡Es una provocación vaticana! Si fuera Papa, dejaría de ser infalible, lo que ahora, como teólogo de vanguardia, soy y quiero seguir siendo…”.
Una historia divertida y –ha de admitirlo– que lleva en sí una verdad. Leyendo sus cosas –por lo menos desde hace quince años siempre iguales, pero con un índice de agresividad que a veces se convierte en insulto–, uno tiene realmente la impresión de que usted quiere atribuirse ese carisma de infalibilidad que niega a aquel y a aquellos a los que Cristo ha garantizado la asistencia del Espíritu.
Ahora, usted, con sus Tesis sobre el futuro del papado, llega a desear –constato con tristeza– la rápida intervención de la muerte que, al llevarse a Juan Pablo II, libera a la barca de la Iglesia de un “capitán” que está por echarla a pique. Al periodista de Il Corriere della Sera, que le pregunta si desea que el papa dimita, vista su insistencia en un cambio de cúpula en la Iglesia, responde con decisión que no. En efecto, explica que, aunque dimita, pero siga con vida, “este papa [cito textualmente] haría de todo para apoyar un sucesor en el espíritu del wojtylismo y del Opus Dei. Es preciso, por tanto, garantizar que los cardenales puedan elegir un sucesor sin sufrir manipulaciones, guiados únicamente por el Espíritu Santo”.
Un Karol Wojtyla vivo sería, pues, “un manipulador”, un obstáculo intolerable a la acción del Paráclito: así, que se muera y lo antes posible. Raus! Naturalmente, mi esperanza –y la de todos los que, sea como fuere su fe o su incredulidad, no están cegados por el furor theologorum–, nuestra esperanza, decía, es que hayamos comprendido mal, que usted no quería decir esto, que no quería llegar tan lejos.
Lo espero como hombre y como hermano en la fe. En efecto, a pesar de los insultos que he recibido de usted en la prensa internacional (primero por mi libro-entrevista con el cardenal Joseph Ratzinger, luego por el otro con el papa Juan Pablo II y por la traducción alemana de otros escritos míos), a pesar de las palabras ofensivas que me ha dedicado, he escrito varias veces que, a pesar de todo, tengo por usted un sentimiento de simpatía. En el sentido etimológico del término: “padecer con”.
Küng no corre el riesgo de ser “vomitado” por ser “tibio”, “ni frío ni caliente”, por citar el tercer capítulo del Apocalipsis. Se puede –mejor dicho, creo que se debe, y con firmeza– disentir de la terapia suicida que usted propone para el catolicismo en particular y para el cristianismo en general. Estoy convencido de que, si precisamente se sigue el rumbo que usted propone, la barca de Pedro se rompería contra los escollos o quedaría desierta, abandonada por los últimos ocupantes. Y, sin embargo, a pesar del tono cada vez más desagradable e intolerante que usa usted, nunca le he negado la buena fe, la lealtad de las intenciones: en usted hay pasión, no “tibieza”. Sucede a menudo (así, por lo menos, nos parece a muchos como yo, a los que usted ha insultado) que quien habla demasiado de “diálogo” cree que está libre de practicarlo. Hay en sus invectivas un diagnóstico equivocado, pero está también el tormento por la causa de la fe en el mundo de hoy.
Pero justamente éste, padre Küng, me parece que es el punto decisivo: ¿está usted tan seguro de que este mundo está habitado por personas que esperan de la Iglesia lo que usted imagina? Quien, como el que le escribe (permítame una alusión personal en esta carta que quiere ser personal), viene de lejos, y se ha formado –o deformado– no en cerrados ambientes clericales sino en esa cultura ilustrada que tanto le fascina, a duras penas frena una reacción irónica al leer estas “tesis” suyas, presentadas como nuevas y que en cambio se han repetido cien veces.
Profesor, ¿le ha asaltado alguna vez la duda de que se yerra el tiro al buscarle un lugar al cristianismo –a toda costa, incluso con el peligro de deformarlo– en las categorías “modernas” que le obsesionan, pero que muestran su anacronismo con mil señales? Usted es un apologista; y lo digo con solidaridad, aunque para usted este apelativo forma parte de esa categoría “políticamente incorrecta” que le aterroriza. Pero, para quien conoce cómo ver el mundo de verdad, esta apologética suya parece más adecuada al pasado en el que usted se formó, a los años sesenta conciliares, que levantaron su fama y que marcaron el ápice y al mismo tiempo el comienzo del declive de la modernidad.
Hemos entrado en una tierra desconocida que, a falta de términos mejores, llamamos “posmoderna”. El hombre de hoy –ese al que usted se dirige– está cansado y muere de lo que usted quiere proponerle otra vez: desacralización, desmitificación, profanidad, racionalismo, libertinaje, ilustración, socialización, democratización. Busca a tientas –le escandaliza por supuesto, pero no la tome con quien no hace más que describir– Sagrado, Símbolo, Misterio, Tradición, Disciplina, Religión, Autoridad, Milagro, Mística, Gregoriano, Prodigio, Ángeles, Videntes. Y así hasta la saciedad.
El mítico “hombre de hoy” sobre el que usted fantasea (y que, si alguna vez existió, pertenece a una modernidad muerta) no asiste a los debates –sobre todo si los animan teólogos “ilustrados”– y corre a donde se esparcen voces de apariciones: se niega a leer documentos, aunque sean sofisticados, de las infinitas comisiones y grupos de trabajo clericales, y escuchan con avidez cuando se les habla de Sábana Santa, Lourdes, Fátima o Medjugorje, de prodigios, de ángeles buenos y malos, incluido el demonio; abandona las parroquias, reducidas a centros “democráticos” de comités y asambleas, con elecciones y organigramas, y llaman a la puerta de carismáticos, gurús, sectas e iglesiuchas donde hallar lo “sagrado” y la “religión”, y no sociologías o ideologismos; respeta, tal vez, aunque los abandona a sus asuntos, a sacerdotes y religiosas disfrazados de “gente como las demás”, de las que hay gran abundancia, y ansiosamente va a buscar a hombres y mujeres “diferentes”, “de Dios”. Al padre Pío, para entendernos y por citar a uno que nada sabía de “planes pastorales” ni de “nuevos planteamientos kerigmáticos” y que de las lecciones del profesor Küng poco o nada habría entendido; pero, que, justamente por esto, atrajo en su vida a más almas que todas las facultades teológicas juntas en su historia pasada y futura.
Participaba una vez en una fastuosa conferencia de prensa organizada por el grupo de sus editores para presentar su enésimo libro donde –como de costumbre y con su acostumbrada impetuosidad virulenta– pedía para la Iglesia católica lo mismo que sigue pidiendo con estas últimas “tesis” suyas. Sacerdotes casados; mujeres sacerdote; divorciados admitidos en nuevos matrimonios; homosexuales venerados, métodos anticonceptivos libres, aborto aceptado, párrocos, obispos y papas elegidos por todos; cismáticos y herejes puestos como modelos; ateos, agnósticos y paganos acogidos no sólo como hermanos en humanidad sino como maestros de vida y pensamiento de los que aprender todo… En resumen, el acostumbrado rosario de lo “teológicamente correcto”. Los mandamientos del nuevo conservador, las “valerosas reformas” del conformista occidental medio.
Perdóneme, pero a duras penas contenía los bostezos. A mi lado le escuchaba con atención un pastor protestante que, al final, tomó la palabra: “Es muy hermoso y edificante, profesor Küng. Tiene usted razón, éstas son las reformas que el catolicismo debería poner en práctica. Pero, dígame: ¿por qué nosotros, los protestantes, tenemos todo lo que usted pide, y desde hace mucho tiempo, y sin embargo, nuestros templos están menos llenos que sus iglesias?”.
No sólo usted no respondió a la pregunta, que desde el cielo de las teorías “pastorales”, óptimas para los semestres académicos, bajaba a la brutal realidad de los hechos, estos maleducados que no quieren entrar nunca en nuestros esquemas, sino que veo en su artículo de Il Corriere della Sera que sigue impávido: así, el pecado imperdonable de este papa sería sobre todo el “no haber introducido en la Iglesia católica las instancias de la Reforma y de la modernidad”.
En cuanto a la “modernidad”, ya hemos hecho alusión a algunas cosas. Respecto a la Reforma, ¿es posible que uno como usted, que vive entre Suiza y Alemania, que conoce ese norte de Europa, que se pasó (a menudo por la violencia de los príncipes) al verbo de Lutero, Calvino y Zwinglio, es posible, decía, que no constate el verdadero estado de las Iglesias que antaño estuvieron tan vivas? ¿Es posible que sus viajes por el mundo no le hayan mostrado que el único protestantismo que hoy parece tener futuro es ese protestantismo “enloquecido”, agresivo, intolerante hacia todo ecumenismo, representado por miles de sectas y de iglesiuchas?.
¿Se pueden proponer hoy para la Iglesia romana –casi como si fueran novedades taumatúrgicas– reformas que la que a sí misma se llama “Reforma” descubrió y adoptó hace cinco siglos y cuyos resultados están a la vista de todos los que sepan leer sin los anteojos de la abstracción? Por poner sólo un ejemplo, este año más de once mil anglicanos de Gran Bretaña han pedido entrar en la Iglesia católica. Dentro de algunos días, el arzobispo de Londres ordenará sacerdotes católicos a muchas decenas de pastores anglicanos. Son hermanos (y hermanas) cuya conversión ha sido provocada por la decisión de la jerarquía anglicana de ordenar a las mujeres. Una decisión que no les ha atraído ningún católico (¡ni ninguna católica!), mientras que se ha provocado un éxodo importante hacia el catolicismo. Profesor Küng, por lo menos en este caso, ¿no son los hechos exactamente lo contrario de lo que afirman sus teorías?
¿Qué me dice, por ejemplo, de esa Holanda que antes del Concilio era quizá el país del mundo con la más ferviente vida católica, que inmediatamente después del Concilio se convirtió en la esperanza y La Meca del progresismo clerical, que llevó a cabo lo que era posible realizar de las reformas que usted invoca, cubriendo de desprecio “la arcaica teología romana”, y que en breve tiempo fue reducida a un desierto donde las iglesias que no caen en ruinas las transforman en supermercados, porno-shops o hamburgueserías? Padre Küng, ¿no le ha revelado nunca nadie que si el más católico de los continentes, el latinoamericano, se está pasando rápida y masivamente a las sectas “enloquecidas” que citaba antes o regresa a los cultos afroamericanos es porque busca en esto lo que ya no le da cierto clero católico, que (formado a menudo en la escuela de sus facultades alemanas) dice que “ha elegido a los pobres”, mientras que los pobres no lo han elegido a él?.
Tal vez usted contraponga otros hechos a los míos. Los examinaré con atención: el único carisma que me atribuyo es el de la falibilidad; creo, sin embargo, que no me equivoco al recordar que –“remontando”, como decía, el viejo 68, que sólo sigue vivo en la Iglesia, como usted nos testimonia– lo que le divide a usted de los que insulta es, a fin y al cabo, la concepción misma de Iglesia. La cual no es un club donde los socios pueden cambiar a su gusto el estatuto para “adaptarlo a los tiempos”; no es un círculo de lectores del mismo viejo Libro, donde cada uno defiende su interpretación; no es ni siquiera una asamblea donde el “en mi opinión” de cada uno tiene el mismo valor que el de los demás. Este papa al que (repito: espero que su pensamiento haya sido malentendido) usted parece desear una muerte liberadora, no es un amo, sino un siervo y administrador de una Escritura y una Tradición que no son suyas, al igual que no lo son de ningún hombre. Me detengo inmediatamente porque me sentiría algo ridículo si fuera más allá de la simple alusión al problema con quien, como usted, conoce mucho mejor que yo no sólo la eclesiología católica, sino también la comparada.
Y, precisamente porque la conoce –y tan bien–, permítame decirle que en la Iglesia institucional, de los hombres de Iglesia, veo todos los límites, todos los defectos (que son también los míos: como todo bautizado, ¿acaso no soy yo también “la Iglesia”?); que conozco y apruebo la vieja sentencia sobre la Ecclesia semper reformanda; que estoy tan lejos de todo tipo de triunfalismo que soy sospechoso para muchos que sospechan también de usted.
Y, sin embargo, tal vez precisamente porque no he nacido en esta vieja Iglesia, en ella he hallado –experimentando su vida concreta– un lugar de humanidad, libertad, sabiduría y esperanza que en vano había buscado en otras partes. También –y sobre todo– en esa “modernidad” que le obsesiona y que usted quisiera imponernos y cuya salida buscan los hombres a tientas para no morir asfixiados.
Sepa perdonarme, profesor Küng, respeto sus “nuevos paradigmas” que he meditado en tantos libros suyos, pero –por lo que me atañe– se los dejo con gusto. Si a la fuerza debo equivocarme, más que en su compañía, prefiero hacerlo en compañía de esos muchos para los cuales ese papa “polaco” –como lo llama– no es una carga sino un don; no es un amo contra el que rebelarse sino un padre; no es el presidente de un club sino el sucesor de Pedro en la dirección de una Iglesia que, por la fe, no es sólo ni en primer lugar “el Vaticano” sino que es el Cuerpo mismo de Cristo.
¿Periodista de corte? ¿Diletante y autodidacta de la teología? ¿Laico abusivo entre los clérigos “conocedores”? Quizá también esta vez me lo gritará desde sus periódicos. En cualquier caso, aquí tiene un hermano que, aunque alérgico a toda retórica, le confirma su estima y se siente solidario –malgré tout– con su, si bien trastrocada, pasión apologética y misionera en un mundo que no soporta a quienes como nosotros son sospechosos de “tomarse demasiado en serio” la causa del Evangelio.
(Vittorio Messori, Los desafíos del católico,
Editorial Planeta Testimonio, Madrid, 2001. pp. 154 a 163).