martes, 18 de enero de 2011

Santo subito: Beatificación de Juan Pablo II - Francisco José Fernández de la Cigoña

Santo subito: Beatificación de Juan Pablo II
Francisco José Fernández de la Cigoña


El clamor popular ha conseguido lo que se proponía. Juan Pablo II el Grande, aquel a quien quería todo el mundo, el próximo 1 de mayo llegará a los altares. Ciertamente en un tiempo record. Leo que desde la Edad Media ningún Papa beatificó a su antecesor. Pues eso va a ocurrir dentro de poco más de tres meses.

Impresionante la despedida, va a hacer enseguida seis años, de este Papa de larguísimo y fecundísimo pontificado, sólo superado por el también beato Pío IX. Muerto verdaderamente en olor de multitudes y de santidad. Día pues de inmenso gozo para la Iglesia el del anuncio de su beatificación. Con dos excepciones. Una comprensible y otra inexplicable.

A ese sector de la Iglesia, que según ellos constituye la verdadera Iglesia y en mi pobre opinión está fuera de ella, y que además la aborrece y denigra todos los días, el anuncio le ha sabido a rejalgar. El turbosanto, la sombra de la sospecha, los milagros discutidos… Odiaban al Papa y ahora pretenden aguar la fiesta. Una vez más se cumple con ellos la piedra de toque de la eclesialidad. ¿Protestan? Es bueno. ¿Alaban? Es malo.

No deja sin embargo de ser curioso como esas gentes, que huyen de los milagros como el gato escaldado del agua, ahora nos vengan con tiquismiquis respecto al milagro que ha avalado la beatificación. Que para estos debería sobrar. ¿No reclaman la antigua disciplina?. Pues ella exigía el clamor popular para una canonización. Y ninguna debió haber en la historia más clamorosa que la de aquel ¡Santo subito!. Desde la Plaza de San Pedro resonó en todo el mundo.

Un Papa grandioso que devolvió a la Iglesia el santo orgullo de ser la Esposa de Cristo. Y que lo predicó por todo el mundo ante audiencias colosales jamás vistas. Y eso no se lo pueden perdonar quienes venían profetizando la muerte de la Iglesia. Y, además, desde el marxismo que Juan Pablo II derrumbó. El muro de la vergüenza cayó como un castillo de naipes minado como estaba por la denuncia que del marxismo había hecho el Papa de la Polonia cautiva y la rebelión de Solidarnosc.

Ante este día de gozo de la Iglesia disimulan su rabia con reticencias miserables y patéticas. Pero no son los únicos a quienes ha irritado la beatificación de Juan Pablo II. En el otro extremo del abanico surgen también protestas. Y éstas me duelen. Porque proceden de gentes que me son próximas por muchos motivos. Se sienten Iglesia, aman a la Iglesia y se duelen de que Juan Pablo II llegue a los altares.

Creo que ello se debe a un concepto equivocado que tienen de la santidad. Y en su caso por sobrevalorarla tanto que no se la atribuirían prácticamente a nadie salvo a Jesucristo y a la Santísima Virgen. Y aun así siendo ellos benévolos. Porque lo de comer con publicanos, tratar con rameras, no respetar el sábado…

Perfecto sólo es Dios Nuestro Señor. Los hombres son imperfectos. Y los santos son hombres. No dioses. El santo no es el ser más inteligente, simpático, guapo, rezador, misericordioso, sabio… Seguro que San Pío X se equivocó en más de un nombramiento episcopal, Santa Teresa tuvo algún momento de mal genio y San Fernando daría alguna disposición que no fuera del todo justa. Si sólo consideramos eso no habría apenas santos en el mundo. Si es que alguno hubiere.

Miremos la vida en su conjunto y agradeceremos a Dios y a su Iglesia la existencia de los santos. Aunque piense que Asís fue un error y que debió confiar menos en Maciel. Y tampoco hagamos de gustos particulares motivos de exclusión. Dejémoslos en eso, legítimos gustos particulares. A nadie obliga la Iglesia a ser del Opus Dei o neocatecumenal. A quienes no les guste ese camino, que no lo sigan, pero que lo respeten en otros. Y más cuando en muchos de los que los siguen se aprecian verdaderas señales de santidad.

Un beato más es un motivo de gozo eclesial. Y más si se trata de un Papa, Vicario de Cristo. A los que abominan de la Iglesia nada tengo que decirles. O sí. Aquello del ajo y agua. Y a los que son Iglesia que dejen pequeñeces y personalismos para alegrarse de que Juan Pablo II, Vicario de Cristo, sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Siervo de los Siervos de Dios haya sido elevado a la gloria de los altares. Estoy feliz y quisiera que mis hermanos compartieran esa felicidad. Triste suerte la de los católicos que jamás se gozan de los actos de su Madre. Pobres hijos los que piensan que su Madre siempre obra mal.








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