martes, 28 de abril de 2009

Todo sobre los ángeles y demonios - José Antonio Sayés


Todo sobre los ángeles y demonios
P. José Antonio Sayés


En el programa "¿Y tú que crees?" el P. José Antonio Sayés, profesor en la Facultad de Teología del Norte de España (Burgos), responde sobre el tema de los ángeles y demonios.

Este gran teólogo ha escrito una obra maravillosa titulada «El demonio ¿realidad o mito?», que recomendamos vivamente.


Video 1



Video 2



Video 3

lunes, 27 de abril de 2009

El fin de los tiempos y seis autores modernos - P. Alfredo Sáenz

El fin de los tiempos y seis autores modernos
P. Alfredo Sáenz


¿Se acercan los tiempos finales? ¿Hay un programado olvido de la Parusía? ¿Cómo será el anticristo? ¿Hay crisis en la Iglesia?

Preguntas profundas contestadas magistralmente por el P. Alfredo Sáenz en el programa "EL PULSO DE LA FE" de Roberto O'Farrill del 02 de marzo del 2008 (que puede ver en el video que está continuación).

Si le interesa el tema y desea profundizar, adquiera el libro del P. Sáenz: "El fin de los tiempos y seis autores modernos". ¡Que lo disfrute!


viernes, 24 de abril de 2009

La interpretación de la Escritura es vital para la Iglesia - Benedicto XVI


La interpretación de la Escritura es vital para la Iglesia
Benedicto XVI
Discurso a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica


CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 23 abril 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que Benedicto XVI dirigió este jueves a los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica, a quienes recibió en audiencia con motivo de su reunión plenaria anual.


***


Señor cardenal, excelencia,
queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica:

Me alegra acogeros una vez más al término de vuestra anual asamblea plenaria. Agradezco al señor cardenal William Levada su discurso de saludo y la concisa exposición del tema que ha sido objeto de atenta reflexión en el curso de vuestra reunión. Os habéis reunido nuevamente para profundizar un argumento muy importante: la inspiración y la verdad de la Biblia. Se trata de un tema que afecta no sólo a la teología, sino a la misma Iglesia, porque la vida y la misión de la Iglesia se fundan necesariamente sobre la Palabra de Dios, la cual es alma de la teología y, al mismo tiempo, inspiradora de toda la existencia cristiana. El tema que habéis afrontado responde, además, a una preocupación que llevo particularmente dentro, ya que la interpretación de la Sagrada Escritura es de importancia capital para la fe cristiana y para la vida de la Iglesia.

Como usted ha ya recordado, señor presidente, en la encíclica Providentissimus Deus el papa León XIII ofrecía a los exegetas católicos un nuevo aliento y nuevas directivas en el tema de la inspiración, verdad y hermenéutica bíblica. Más tarde Pío XII en su encíclica Divino afflante Spiritu recogía y completaba las enseñanzas precedentes, exhortando a los exegetas católicos a llegar a soluciones en pleno acuerdo con la doctrina de la Iglesia, teniendo debidamente en cuenta las positivas aportaciones de los nuevos métodos de interpretación desarrollados en aquellos momentos. El vivo impulso dado por estos dos pontífices a los estudios bíblicos, como usted ha dicho también, ha encontrado plena confirmación y ha sido ulteriormente desarrollado en el Concilio Vaticano II, de modo que toda la Iglesia ha sacado y sigue sacando beneficio. En particular, la Constitución conciliar Dei Verbum ilumina aún hoy la obra de los exegetas católicos e invita a pastores y fieles a alimentarse más asiduamente en la mesa de la Palabra de Dios. El Concilio recuerda, al respecto, ante todo, que Dios es el Autor de la Sagrada Escritura: "Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. la santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia" (Dei Verbum, 11). Dado que todo lo que los autores inspirados o hagiógrafos aseguran que debe considerarse afirmado por el Espíritu Santo, invisible y trascendente Autor, en consecuencia, se debe declarar que "los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación" (ibid., 11).

Del planteamiento correcto del concepto de inspiración divina y verdad de la Sagrada Escritura derivan algunas normas que afectan directamente a su interpretación. La misma constitución Dei Verbum, tras haber afirmado que Dios es el autor de la Biblia, nos recuerda que en la Sagrada Escritura Dios habla al hombre a la manera humana. Y esta sinergia divino-humana es muy importante. Dios habla realmente a los hombres de modo humano. Para una recta interpretación de la Sagrada Escritura es necesario por tanto investigar con atención qué han querido afirmar verdaderamente los hagiógrafos y qué ha querido manifestar Dios a partir de las palabras humanas. "Las palabras de Dios de hecho, expresadas con lenguas humanas, se han hecho similares al lenguaje de los hombres, como ya el Verbo del eterno Padre, habiendo asumido las debilidades de la naturaleza humana, se hizo similar a los hombres" (Dei Verbum, 13). Estas indicaciones, muy necesarias para una correcta interpretación de carácter histórico-literario como primera dimensión de toda exégesis, requieren además una unión con las premisas de la doctrina sobre la inspiración y la verdad de la Sagrada Escritura. De hecho, siendo la Escritura inspirada, hay un máximo principio de recta interpretación sin el cual los escritos sagrados quedarían como letra muerta, sólo del pasado: la Sagrada Escritura debe ser "leída e interpretada con la ayuda del mismo Espíritu mediante el cual ha sido escrita" (Dei Verbum, 12).

Al respecto, el Concilio Vaticano II indica tres criterios siempre válidos para una interpretación de la Sagrada Escritura conforme al Espíritu que la ha inspirado. Ante todo es necesario prestar gran atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura: sólo en su unidad es Escritura. De hecho, a pesar de lo diferentes que sean los libros que la componen, la Sagrada Escritura es una en virtud de la unidad del diseño de Dios, del que Cristo Jesús es el centro y el corazón (cfr. Lc 24, 25-27; Lc 24, 44-46). En segundo lugar es necesario leer la Escritura en el contexto de la tradición viva de toda la Iglesia. Según un dicho de Orígenes, "Sacra Scriptura principalius est in corde Ecclesiae quam in materialibu s instrumentis scripta" es decir, "la Sagrada Escritura está escrita en el corazón de la Iglesia antes que en instrumentos materiales". De hecho la Iglesia lleva en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios y es el Espíritu Santo quien le da la interpretación de ella según su sentido espiritual (cf. Orígenes, Homiliae in Leviticum, 5, 5). Como tercer criterio es necesario prestar atención a la analogía de la fe, es decir, a la cohesión de las verdades de fe individuales entre ellas y con el plano completo de la Revelación y de la plenitud de la economía divina contenida en ella.

La tarea de los investigadores que estudian con diferentes métodos la Sagrada Escritura es la de contribuir, según los mencionados principios, a la comprensión más profunda y a la exposición del sentido de la Sagrada Escritura. El estudio científico de los textos sagrados es importante, pero no es por sí sólo suficiente, pues tendría en cuenta sólo la dimensión humana. Para respetar la coherencia de la fe de la Iglesia el exegeta católico tiene que estar atento a percibir la Palabra de Dios en estos textos, dentro de la misma fe de la Iglesia. Ante la falta de este imprescindible punto de referencia, la investigación exegética quedaría incompleta, perdiendo de vista su finalidad principal, con el peligro de quedar reducida a una letra meramente literaria, en la que el verdadero Autor, Dios, deja de aparecer. Además, la interpretación de las Sagradas Escrituras no puede ser sólo un esfuerzo científico individual, sino que debe confrontarse siempre, ser integrada y autentificada por la tradición viva de la Iglesia. Esta norma es decisiva para precisar la relación correcta y recíproca entre exégesis y magisterio de la Iglesia.

El exegeta católico no se siente sólo miembro de la comunidad científica, sino también y sobre todo miembro de la comunidad de los creyentes de todos los tiempos. En realidad, estos textos no han sido entregados sólo a los investigadores o a la comunidad científica "para satisfacer su curiosidad y o para ofrecerles argumentos de estudio y de investigación" (Divino afflante Spiritu, EB 566). Los textos inspirados por Dios han sido encomendados en primer lugar a la comunidad de los creyentes, a la Iglesia de Cristo, para alimentar la vida de fe y para guiar la vida de caridad. El respeto de esta finalidad condiciona la validez y la eficacia hermenéutica bíblica. La encíclica Providentissimus Deus recordó esta verdad fundamental y observó que, en vez de obstaculizar la investigación científica, el respeto de este dato favorece su auténtico desarrollo. Una hermenéutica de la fe corresponde más a la realidad de este texto que una hermenéutica racionalista, que no conoce a Dios.

Ser fieles a la Iglesia significa, de hecho, enmarcarse en la corriente de la gran Tradición que, bajo la guía del Magisterio, ha reconocido los escritos canónicos como Palabra dirigida por Dios a su pueblo y nunca ha dejado de meditarlos y de descubrir sus inagotables riquezas. El Concilio Vaticano II lo confirmó con gran claridad: "todo lo que se refiere a la interpretación de la Sagrada Escritura, está sometido en última instancia a la Iglesia, que tiene el mandato y el ministerio divino de conservar y de interpretar la palabra de Dios" (Dei Verbum, 12). Como nos recuerda la mencionada constitución dogmática, existe una inseparable unidad entre Sagrada Escritura y Tradición, pues ambas proceden de una misma fuente: "La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma divina fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin. Ya que la Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los apóstoles la palabra de Dios, a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo para que, con la luz del Espíritu de la verdad la guarden fielmente, la expongan y la difundan con su predicación; de donde se sigue que la Iglesia no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas. Por eso se han de recibir y venerar ambas con un mismo espíritu de amor y reverencia" (Dei Verbum, 9). Como sabemos, esta frase "con un mismo espíritu de amor y reverencia" fue creada por san Basilio, y después fue recogida por el Decreto de Graciano, por la que entró en el Concilio de Trento y después en el Vaticano II. Expresa precisamente esta inter-penetración entre Escritura y Tradición. Sólo el contexto eclesial permite a la Sagrada Escritura ser entendida como auténtica Palabra de Dios, que se convierte en guía, norma y regla para la vida de la Iglesia y en crecimiento espiritual de los creyentes. Esto, como ya he dicho, no impide de ninguna manera una interpretación seria, científica, pero abre además el acceso a las dimensiones ulteriores de Cristo, inaccesibles a un análisis sólo literario, que es incapaz de acoger en sí el sentido global que a través de los siglos ha guiado a la Tradición de todo el Pueblo de Dios.

Queridos miembros de la Comisión Pontificia Bíblica, deseo concluir mi intervención formulando a todos vosotros mi agradecimiento personal y mi aliento. Os doy las gracias cordialmente por el comprometido trabajo que realizáis al servicio de la Palabra de Dios y de la Iglesia, mediante la búsqueda, la enseñanza y la publicación de vuestros estudios. A esto añado mi aliento en el camino que todavía queda por recorrer. En un mundo en el que la investigación científica asume una importancia cada vez mayor en numerosos campos, es indispensable que la ciencia exegética se coloque a un nivel adecuado. Es uno de los aspectos de la inculturación de la fe que forma parte de la misión de la Iglesia, en sintonía con la acogida del misterio de la Encarnación. Queridos hermanos y hermanas: el Señor Jesucristo, Verbo de Dios encarnado y divino Maestro que ha abierto el espíritu de sus discípulos a la comprensión de las Escrituras (Cf. Lucas 24, 45), os guíe y apoye en vuestras reflexiones. Que la Virgen María, modelo de docilidad y obediencia a la Palabra de Dios, os enseñe a acoger cada vez mejor la riqueza inagotable de la Sagrada Escritura, no sólo a través de la investigación intelectual, sino también de vuestra vida de creyentes, para que vuestro trabajo y vuestra acción puedan contribuir a que sea cada vez más resplandeciente ante los fieles la luz de la Sagrada Escritura. Al mismo tiempo que os aseguro el apoyo de mi oración en vuestro empeño, os imparto de corazón, como prenda de divinos favores, la bendición apostólica.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez y Jesús Colina
© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana]

jueves, 9 de abril de 2009

Domingo de Pasión (II) - Leonardo Castellani


Domingo de Pasión (II)
P. Leonardo Castellani


Excelente meditación del sabio P. Castellani. Especial para esta semana santa... y la siguiente... y la siguiente... y la siguiente...

El segundo comentario al Passio de San Mateo que habíamos prometido versa sobre la legalidad de la muerte de Cristo.

Hace tiempo leímos en un diario yanqui una noticia curiosa: que los israelitas de Nueva York querían hacer una revisión jurídica del proceso a Cristo; es decir, reunir otra vez el Sinedrio, rever testimonios y pruebas, y dictar sentencia definitiva. No sé si se hizo. Lo curioso sería que lo hubiesen hecho y hubiesen condenado de nuevo a muerte al Nazareno ese, que tanto ha dado que hacer. La verdad es que en todo rigor debían hacer eso; porque si llegaran a absolverlo, tenían que volverse todos cristianos; o mejor dicho, ya lo serían1.

Pero si lo han hecho, lo probable es que la sentencia no ha sido ni guilty, ni non guilty; sino una sentencia de notproven o out of legality: nulo por irregularidad de forma jurídica. El proceso de Cristo ha sido altamente ilegal.

El P. Luis De La Palma S. J. en su clásica obra “Historia de la Pasión” ha reseñado en una página maestra las ilegalidades de ese rabioso proceso, que fue una monstruosidad jurídica. El Sinedrio o Tribunal Supremo se reunió en el tiempo pascual, cosa que les estaba vedada; se produjeron testigos falsos y contradictorios; no hubo testigos de descargo; no se dio al reo un defensor; al responder a una pregunta del juez, el acusado fue abofeteado; se tomó una respuesta del reo como prueba y el juez se convirtió en fiscal; la respuesta del Sinedrio no se dio por votación; se celebraron dos sesiones en el mismo día, sin la interrupción legal mandada entre la audición y la sentencia; el sentenciado fue diferido a la Autoridad Romana, que ellos no reconocían como legítima y que - como les advirtió el mismo Pilatos - no entendía jurisdiccionalmente de delitos religiosos; la acusación promovida en el Pretorio (“Éste se ha hecho Dios y por eso debe morir”) no era delito en ese Tribunal; el reo fue tundido a azotes, que era el comienzo de la crucifixión, antes de la sentencia prolata; el delito de conspiración contra el César, que promovieron después, no era pasible de crucifixión, ni siquiera de muerte, como lo era la sedición a mano armada y la traición al ejército imperial, cosas que manifiestamente no hizo Cristo; y finalmente dejando otras dos irregularidades menores, el pazguato de Pilato no profirió la sentencia oficial: Ibis ad crucem, sino que dijo malhumorado: “Agárrenlo ustedes y hagan lo que quieran”, cosa que un juez no puede hacer, porque es abdicar su oficio; después de haber hecho la fantochada de lavarse las manos con lo que creyó quedar bien con Dios, con los judíos y con su mujer; y después de haber proclamado públicamente la inocencia del acusado: “Non invenio in eo culpam” ("No encuentro culpa en él"), lo mandó al patíbulo.

No sé si olvido alguna porque cito de memoria; pero con la mitad de estas irregularidades el proceso es archinulo; y el juez tenía el deber estrictísimo de absolver al acusado; hacer administrar cuarenta menos uno a Caifas por los malos tratamientos que había permitido infligirle; y hacer barrer a golpe de lictor a la turba con Barrabás y todo, que al pie de la escala de mármol - no querían pisar el pretorio para no mancharse y poder comer la pascua, los angelitos -, bramaban como leones y toros (“Toros bravos me han cercado, líbrame de la boca del león”, dijo el Profeta), y atropellaban el decoro del Procónsul con amenazas absurdas. Lo único que hay que anotarle al pollerudo de Pilatos es que no recibió ninguna coima - no se acordó - cosa que no se puede decir de todos los jueces cristianos.

Pero donde se equivoca De La Palma es en enrostrar a los fariseos todas estas fallas del “procedimiento”; en este caso no tienen importancia maldita2. Si Cristo no era lo que Él decía, había que darle muerte por encima de todo procedimiento; y eso en virtud del sentimiento religioso. Era un blasfemo; y por cierto, el blasfemo más extraordinario que ha existido. Por eso, ellos no tuvieron reparos en des-responsablar a Pilatos: “Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Esto era un juramento tremendo, que los latinos llamaban exsecración. En eso se sentían seguros: “Creían - perversamente - hacer un obsequio a Dios”. Si el Nazareno no era Dios; ni el pastor Eróstrato que incendió el templo de Diana de Efeso, ni Calígula que violó una Vestal, ni Enrique II que hizo matar a Santo Tomás-Beckett en su catedral y durante su misa, han hecho una blasfemia y un sacrilegio comparable: “Reo es de muerte; nosotros sabemos que es reo de muerte; poco importa lo que le digamos a este romanacho incircunciso…”. Si la acusa de conspiración contra el César, y la subsiguiente amenaza no hubiesen surtido el apetecido efecto, poco les hubiera importado acusar a Cristo de haber pagado tres asesinos para matar a Pilatos, su mujer y su hijo (Pilatos no tuvo hijos en vida; aunque después de muerto ha tenido muchos hijos adoptivos).

Porque la cuestión en causa no era la sedición contra el César - que ellos deseaban con toda el alma, los hipócritas - ni si Cristo había dicho que iba destruir el Templo y reedificarlo en tres días - que ellos sabían no había dicho - ni nada por el estilo. La cuestión real era: ¿Cristo es lo que él dijo o no? Esta es la cuestión más tremenda que se ha puesto en la historia de la humanidad: cuestión de vida o muerte.

Todavía se pone y se pone continuamente; y la prueba son los honestos judíos de Nueva York. El proceso de Cristo se reproduce continuamente en el alma de cada hombre: Cristo es acusado, da testimonio de sí, deponen contra él falsos testigos, malos sacerdotes lo juzgan y condenan, Judas lo besa, inmundos herodes se burlan de él, y muchos pilatillos lo crucificamos. Es la cuestión de un simplicísimo si o no que se produce en lo más profundo del alma: “Sí, es Dios. No, no es mi Dios”. Si no es mi Dios, es reo de muerte… ¡Que desaparezca, que sea crucificado, que sea sepultado y sellado su cadáver y que no sepa más de él ni de su memoria!… Tremendo pensamiento.

Los cristianos creemos que la dispersión secular del pueblo judío - que ahora se está por terminar - es la respuesta a aquella exsecración de los fariseos: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. ¿Por qué "sobre nuestros hijos"? ¿No es injusto eso? Aquí hay un misterio. En realidad, todo judío que por su culpa no se vuelve cristiano, da su aquiescencia a la condenación de Cristo; porque ellos tienen en sus manos las Escrituras con todas las profecías (la pieza maestra del proceso, el testigo que no se llamó) y nadie tan bien como ellos puede entender de esta causa. Decir esto parece duro y tremendo; y en realidad lo es. Pero la cuestión es esta: o fue Dios o no fue Dios y no hay evasiva ni respuesta intermedia posible. O blasfemo, o mi Creador y Señor.

Dejemos en paz a los judíos si no es para rogar por ellos, como ruega la Iglesia el Viernes Santo: demasiado han sufrido. Lo malo es la segunda crucifixión de Cristo (“Rursum crucifigentes Filium Dei”) que hacemos los cristianos. En mi propia vida tengo bastante que considerar; pero eso no es para contarlo aquí. Pero en la vida pública de las naciones llamadas cristianas, desde la Reforma acá, un largo e infausto Vía Crucis ejecuta al Cuerpo Místico de Cristo. Los caifas, los judas, los pedros, los herodes, los pilatos se multiplican; y todos los gestos de aquella nefasta hazaña se reproducen simbólicamente: se lo niega, se lo calumnia, se lo impreca, se lo azota y se lo crucifica. Y se lo sepulta.

Las naciones parecen en camino de crucificar nuevamente a Cristo; y de gritar al cielo: “que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”.

«Hasta el cielo en dolor anegado
llega el grito de un ruego execrable,
cubre el ángel su rostro espantado,
dice Dios: “Yo lo voy a cumplir”.
Y esa sangre, que el padre imprecaba,
a la prole infeliz aún enlima
que hace siglos la lleva y de encima
no la pudo hasta hoy sacudir…
´Padre nuestro, pues tanto le cuesta
por Él cese tu ardor vengativo
de los ciegos la insana respuesta
vuelve en bien, oh piadoso Señor´.
Sí, esa sangre sobre ellos descienda
pero en lluvia que limpie sus lodos.
Todos hemos errado, y de todos
esa sangre redima el error».
3

[Tomado de "El Evangelio de Jesucristo", pp. 195-199]

__________

Notas
1. Esta noticia ha dado origen a una obra dramática: “El proceso de Jesús”, que se está viendo mucho ahora en Buenos Aires.
2. Esta sentencia es de Santo Tomás de Aquino.
3. En la Argentina se ha visto mucho una película “holliwoodense” llamada “El manto sagrado”, en la cual el proceso de Cristo y sus promotores están escamoteados, y la idea que saca el vulgo es que a Cristo lo mataron los romanos; es decir, ¡los fascistas! –y que Cristo murió por la “democracia”. Han aplicado a la teología la técnica de los dibujos animados: el manto (no la “túnica”, que es lo que los soldados echaron a suertes) obra brujerías; pero no se sabe si Cristo es Dios, o qué. La “cinta” está inspirada por ese “neomahometismo culto” que parece ser la teología de una gran parte del pueblo yanqui; conforme a lo que predijo hace más de un siglo y medio el Conde Joseph de Maistre: “El protestantismo vuelto sociniano (negada la divinidad de Cristo) no se diferencia ya esencialmente del mahometismo”.
También se ha visto muchísimo aquí “El Proceso a Jesús” de Diego Fabbri, pieza teatral que como obra de arte es muy deficiente y como sermón en pro de Jesucristo (intención del autor) nos parece ineficaz.

Domingo de Ramos - Leonardo Castellani


Domingo de Ramos
P. Leonardo Castellani


Excelente meditación del sabio P. Castellani. Especial para esta semana santa... y la siguiente... y la siguiente... y la siguiente...


En el Domingo de Ramos se lee durante la misa - y la gente no sabe lo que pasa - la Pasión según San Mateo; y en el curso de la Semana Santa se leen las otras tres “Pasiones”; la de San Juan, se canta. La Iglesia quisiera que toda esta Semana se recordara de continuo y meditara la Pasión de Cristo. Pero para poder hacer eso, hay que ser fraile.

La Iglesia quisiera que se meditara la Pasión de Cristo toda la vida; que eso significan los Crucifijos; y los “Calvarios” que se yerguen sobre todas las montañas y lomas en los países católicogermanos de Europa; meditación a la que no puede agotar ninguna vida de hombre. La actual devoción al “Corazón de Jesús” significa lo mismo: es la Pasión de Cristo contemplada en el interior, es decir, en sus afectos, que fueron infiernados; y en su causa, que fue el Amor; el amor no correspondido. Es decir, los dolores del alma. San Juan es el “scriba ánimæ Christi”, el notario del corazón de Jesús.

Haremos dos comentarios de la Pasión y Muerte de Cristo: uno sobre los dolores de su alma - sobre lo cual escribió un sermón inmortal E. Newman - y otro sobre la legalidad de la muerte de Cristo. Hoy día, después del historiador Gibbons, muchos escritores impíos sostienen que la muerte de Cristo “fue legal”.

Los dolores físicos de Cristo fueron extremos: una verdadera tempestad de horrores. Un día de intenso trabajo, el rito de la Pascua, el largo y emotivo Sermóntestamento después del lavatorio de los pies pedían una noche de sueño: siguió la larga subida al Olivar desde la otra punta de la ciudad, rodeando el Templo: la bajada al Cedrón y la subida a Getsemaní, la doble oración del Huerto en la cual sudó sangre; y el apresamiento lleno de brutalidades; que no otra cosa significan el machetazo de Pedro a Malco y la huida despavorida de los Apóstoles. Después siguió la parada ante el Sanedrín y la bofetada; y las inmundas vejaciones, ultrajes y golpes en la galería de la Curia Sinagogal. Al amanecer Cristo tenía que estar desmayado o muerto; y entonces comienza la real pasión: le quedaban todavía doce horas de torturas sobrehumanas, a saber, los paseos horribles por toda la ciudad, los azotes a la columna (que ellos solos producían la muerte en muchos casos), la coronación de espinas, el acarreo de la cruz, el enclavamiento y las tres horas de espantosa agonía. Hasta la última gota de sangre. Despacio, diabólicamente graduado.

Los dolores de un hombre son una función de su sensibilidad; los dolores físicos al fin y al cabo desembocan en la conciencia, la cual les da su tercera dimensión: por eso un dolor físico cualquiera es infinitamente mayor en un hombre que en un animal. Y por eso la pasión física de Cristo, aunque la suma de las torturas no hubiese sido casi infinita, hubiese sido a causa de su exquisita sensitividad casi infinita; porque Cristo representa con respecto a nosotros algo como nosotros con respecto a un animal. Cristo tenía una cuarta dimensión.

Hay hombres que han sufrido horrores en su vida estando casi incólumes exteriormente: a causa de su sensitividad. El filósofo Kirkegor por ejemplo: yo no he vacilado en estampar hace poco a su propósito la frase sagrada: “enclavaron sus manos y sus pies y contaron todos sus huesos”. Y sin embargo Kirkegor físicamente no sufrió mucho: tenía una pequeña renta para vivir, no tuvo enfermedades agudas, su “wouldbe” suegro lo amenazó una vez con un puñetazo pero no se lo dio, su gigantesco trabajo de escritor (que en 8 ó 10 años produjo una obra que en la actual edición alemana tiene 52 tomos) estaba compensado por el gozo de la creación de obras geniales… Pero Kirkegor era un melancólico, tenía los nervios de un gran artista; y lastimados encima. La lectura de su Diario lo pone poco a poco a uno delante de los dolores de Job; y uno se queda pasmado delante de un verdadero abismo de paciencia. Fue ciertamente un crucificado.

La pasión del Cristo se abre y se cierra con dos frases de dimensión infinita, que indican los dolores del alma de Jesús, que sólo Él podía conocer. Al comenzar dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte”; y al terminarla dijo: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Estas palabras responden al grito que puso en sus labios el profeta: “Todos los que pasáis por el camino, atended y mirad si hay dolor comparable a mi dolor”.

Estas palabras designan un dolor abismal, casi infinito: la Muerte y el Infierno, que son los dos males supremos, hijos del Pecado. Porque el sentirse real y verdaderamente abandonado por Dios, eso es el Infierno. Y Cristo no exageraba ni mentía.

La primera sangre que derramó Cristo no se la arrancaron los azotes: se la arrancó la tristeza. “Empezó a entristecerse y a atediarse y aterrorizarse”, anota el Evangelista. Vieron visiblemente los Apóstoles en el gesto de Cristo esos tres monstruos (Tristeza, Tedio y Terror) que cayeron sobre Él al ingresar en el Oliveto; y la respuesta del Maestro a su muda o hablada interrogación fue descubrirles su alma “triste hasta la muerte”. La aprensión imaginativa de un gran peligro o un gran dolor –y más de un dolor irremediable– suele atormentar a veces más aún que el mismo hecho: a muchos los ha llevado a la desesperación y al suicidio. Esa es la condición del hombre; pero esa condición, que nos ha sido dada para que luchemos y evitemos la catástrofe, a Cristo le fue dada para mayor tormento. “Y era su sudor como sudor de sangre que corría hasta la tierra”, empapadas las vestiduras por lo tanto. Púrpura real. “¿Quién es éste que viene desde Esrom, enrojecidas sus vestiduras como vestiduras de rey?”.

La tristeza de Cristo tenía tres raíces:
1. El Universal Pecado que había asumido como Cordero Sacrificial pesando asquerosamente sobre su conciencia santísima; 2. La previsión de todos los horrores próximos con la violenta y frustrada voluntad de rehuirlos y evitarlos; 3. La visión clarísima de la ingratitud de la humanidad. "¿Quae utílitas in sánguine meo?" ("¿Para qué ha servido mi sangre?"). ¡Judas!

De nosotros depende que haya servido o no. Podemos consolar el corazón de Dios.

Comenzó a entristecerse…”. Esa tristeza fue aumentando hasta el final, hasta llegar al grito de los condenados. Los Apóstoles no vieron más que la entrada al abismo. Más allá ningún hombre puede seguir al Hombre-Dios.

Es cuestión de recordar la frase ingenua y temeraria del paisano: “Si esto que dicen los curas es verdá, y todo eso fue por mí, yo tengo que hacer alguna cosa muy brava por vos”.
[Tomado de "El Evangelio de Jesucristo", pp 191-194.]

miércoles, 1 de abril de 2009

Dominus Iesus - Congregación para la Doctrina de la Fe

Declaración
«Dominus Iesus»
sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia
Congregación para la Doctrina de la Fe


INTRODUCCIÓN
1. El Señor Jesús, antes de ascender al cielo, confió a sus discípulos el mandato de anunciar el Evangelio al mundo entero y de bautizar a todas las naciones: « Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado » (Mc 16,15-16); « Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,18-20; cf. también Lc 24,46-48; Jn 17,18; 20,21; Hch 1,8).
La misión universal de la Iglesia nace del mandato de Jesucristo y se cumple en el curso de los siglos en la proclamación del misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y del misterio de la encarnación del Hijo, como evento de salvación para toda la humanidad. Es éste el contenido fundamental de la profesión de fe cristiana: « Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador de cielo y tierra [...]. Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial con el Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato: padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro ».1

2. La Iglesia, en el curso de los siglos, ha proclamado y testimoniado con fidelidad el Evangelio de Jesús. Al final del segundo milenio, sin embargo, esta misión está todavía lejos de su cumplimiento.2 Por eso, hoy más que nunca, es actual el grito del apóstol Pablo sobre el compromiso misionero de cada bautizado: « Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Co 9,16). Eso explica la particular atención que el Magisterio ha dedicado a motivar y a sostener la misión evangelizadora de la Iglesia, sobre todo en relación con las tradiciones religiosas del mundo.3
Teniendo en cuenta los valores que éstas testimonian y ofrecen a la humanidad, con una actitud abierta y positiva, la Declaración conciliar sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas afirma: « La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y las doctrinas, que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres ».4 Prosiguiendo en esta línea, el compromiso eclesial de anunciar a Jesucristo, « el camino, la verdad y la vida » (Jn 14,6), se sirve hoy también de la práctica del diálogo interreligioso, que ciertamente no sustituye sino que acompaña la missio ad gentes, en virtud de aquel « misterio de unidad », del cual « deriva que todos los hombres y mujeres que son salvados participan, aunque en modos diferentes, del mismo misterio de salvación en Jesucristo por medio de su Espíritu ».5 Dicho diálogo, que forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia,6 comporta una actitud de comprensión y una relación de conocimiento recíproco y de mutuo enriquecimiento, en la obediencia a la verdad y en el respeto de la libertad.7

3. En la práctica y profundización teórica del diálogo entre la fe cristiana y las otras tradiciones religiosas surgen cuestiones nuevas, las cuales se trata de afrontar recorriendo nuevas pistas de búsqueda, adelantando propuestas y sugiriendo comportamientos, que necesitan un cuidadoso discernimiento. En esta búsqueda, la presente Declaración interviene para llamar la atención de los Obispos, de los teólogos y de todos los fieles católicos sobre algunos contenidos doctrinales imprescindibles, que puedan ayudar a que la reflexión teológica madure soluciones conformes al dato de la fe, que respondan a las urgencias culturales contemporáneas.
El lenguaje expositivo de la Declaración responde a su finalidad, que no es la de tratar en modo orgánico la problemática relativa a la unicidad y universalidad salvífica del misterio de Jesucristo y de la Iglesia, ni el proponer soluciones a las cuestiones teológicas libremente disputadas, sino la de exponer nuevamente la doctrina de la fe católica al respecto. Al mismo tiempo la Declaración quiere indicar algunos problemas fundamentales que quedan abiertos para ulteriores profundizaciones, y confutar determinadas posiciones erróneas o ambiguas. Por eso el texto retoma la doctrina enseñada en documentos precedentes del Magisterio, con la intención de corroborar las verdades que forman parte del patrimonio de la fe de la Iglesia.

4. El perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teorías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino también de iure (o de principio). En consecuencia, se retienen superadas, por ejemplo, verdades tales como el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo, la naturaleza de la fe cristiana con respecto a la creencia en las otra religiones, el carácter inspirado de los libros de la Sagrada Escritura, la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret, la unidad entre la economía del Verbo encarnado y del Espíritu Santo, la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo, la mediación salvífica universal de la Iglesia, la inseparabilidad —aun en la distinción— entre el Reino de Dios, el Reino de Cristo y la Iglesia, la subsistencia en la Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo.
Las raíces de estas afirmaciones hay que buscarlas en algunos presupuestos, ya sean de naturaleza filosófica o teológica, que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada. Se pueden señalar algunos: la convicción de la inaferrablilidad y la inefabilidad de la verdad divina, ni siquiera por parte de la revelación cristiana; la actitud relativista con relación a la verdad, en virtud de lo cual aquello que es verdad para algunos no lo es para otros; la contraposición radical entre la mentalidad lógica atribuida a Occidente y la mentalidad simbólica atribuida a Oriente; el subjetivismo de quien, considerando la razón como única fuente de conocimiento, se hace « incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser »;8 la dificultad de comprender y acoger en la historia la presencia de eventos definitivos y escatológicos; el vaciamiento metafísico del evento de la encarnación histórica del Logos eterno, reducido a un mero aparecer de Dios en la historia; el eclecticismo de quien, en la búsqueda teológica, asume ideas derivadas de diferentes contextos filosóficos y religiosos, sin preocuparse de su coherencia y conexión sistemática, ni de su compatibilidad con la verdad cristiana; la tendencia, en fin, a leer e interpretar la Sagrada Escritura fuera de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia.
Sobre la base de tales presupuestos, que se presentan con matices diversos, unas veces como afirmaciones y otras como hipótesis, se elaboran algunas propuestas teológicas en las cuales la revelación cristiana y el misterio de Jesucristo y de la Iglesia pierden su carácter de verdad absoluta y de universalidad salvífica, o al menos se arroja sobre ellos la sombra de la duda y de la inseguridad.


I. PLENITUD Y DEFINITIVIDAD
DE LA REVELACIÓN DE JESUCRISTO

5. Para poner remedio a esta mentalidad relativista, cada vez más difundida, es necesario reiterar, ante todo, el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo. Debe ser, en efecto, firmemente creída la afirmación de que en el misterio de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el cual es « el camino, la verdad y la vida » (cf. Jn 14,6), se da la revelación de la plenitud de la verdad divina: « Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar » (Mt 11,27). « A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado » (Jn 1,18); « porque en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente » (Col 2,9-10).
Fiel a la palabra de Dios, el Concilio Vaticano II enseña: « La verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación ».9 Y confirma: « Jesucristo, el Verbo hecho carne, “hombre enviado a los hombres”, habla palabras de Dios (Jn 3,34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió (cf. Jn 5,36; 17,4). Por tanto, Jesucristo —ver al cual es ver al Padre (cf. Jn 14,9)—, con su total presencia y manifestación, con palabras y obras, señales y milagros, sobre todo con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, y finalmente, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con el testimonio divino [...]. La economía cristiana, como la alianza nueva y definitiva, nunca cesará; y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tm 6,14; Tit 2,13) ».10
Por esto la encíclica Redemptoris missio propone nuevamente a la Iglesia la tarea de proclamar el Evangelio, como plenitud de la verdad: « En esta Palabra definitiva de su revelación, Dios se ha dado a conocer del modo más completo; ha dicho a la humanidad quién es. Esta autorrevelación definitiva de Dios es el motivo fundamental por el que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar el Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a conocer sobre sí mismo ».11 Sólo la revelación de Jesucristo, por lo tanto, « introduce en nuestra historia una verdad universal y última que induce a la mente del hombre a no pararse nunca ».12

6. Es, por lo tanto, contraria a la fe de la Iglesia la tesis del carácter limitado, incompleto e imperfecto de la revelación de Jesucristo, que sería complementaria a la presente en las otras religiones. La razón que está a la base de esta aserción pretendería fundarse sobre el hecho de que la verdad acerca de Dios no podría ser acogida y manifestada en su globalidad y plenitud por ninguna religión histórica, por lo tanto, tampoco por el cristianismo ni por Jesucristo.
Esta posición contradice radicalmente las precedentes afirmaciones de fe, según las cuales en Jesucristo se da la plena y completa revelación del misterio salvífico de Dios. Por lo tanto, las palabras, las obras y la totalidad del evento histórico de Jesús, aun siendo limitados en cuanto realidades humanas, sin embargo, tienen como fuente la Persona divina del Verbo encarnado, « verdadero Dios y verdadero hombre »13 y por eso llevan en sí la definitividad y la plenitud de la revelación de las vías salvíficas de Dios, aunque la profundidad del misterio divino en sí mismo siga siendo trascendente e inagotable. La verdad sobre Dios no es abolida o reducida porque sea dicha en lenguaje humano. Ella, en cambio, sigue siendo única, plena y completa porque quien habla y actúa es el Hijo de Dios encarnado. Por esto la fe exige que se profese que el Verbo hecho carne, en todo su misterio, que va desde la encarnación a la glorificación, es la fuente, participada mas real, y el cumplimiento de toda la revelación salvífica de Dios a la humanidad,14 y que el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, enseña a los Apóstoles, y por medio de ellos a toda la Iglesia de todos los tiempos, « la verdad completa » (Jn 16,13).

7. La respuesta adecuada a la revelación de Dios es « la obediencia de la fe (Rm 1,5: Cf. Rm 16,26; 2 Co 10,5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando “a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él ».15 La fe es un don de la gracia: « Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da “a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad” ».16
La obediencia de la fe conduce a la acogida de la verdad de la revelación de Cristo, garantizada por Dios, quien es la Verdad misma;17 « La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado ».18 La fe, por lo tanto, « don de Dios » y « virtud sobrenatural infundida por Él »,19 implica una doble adhesión: a Dios que revela y a la verdad revelada por él, en virtud de la confianza que se le concede a la persona que la afirma. Por esto « no debemos creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo ».20
Debe ser, por lo tanto, firmemente retenida la distinción entre la fe teologal y la creencia en las otras religiones. Si la fe es la acogida en la gracia de la verdad revelada, que « permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente »,21 la creencia en las otras religiones es esa totalidad de experiencia y pensamiento que constituyen los tesoros humanos de sabiduría y religiosidad, que el hombre, en su búsqueda de la verdad, ha ideado y creado en su referencia a lo Divino y al Absoluto.22
No siempre tal distinción es tenida en consideración en la reflexión actual, por lo cual a menudo se identifica la fe teologal, que es la acogida de la verdad revelada por Dios Uno y Trino, y la creencia en las otras religiones, que es una experiencia religiosa todavía en búsqueda de la verdad absoluta y carente todavía del asentimiento a Dios que se revela. Este es uno de los motivos por los cuales se tiende a reducir, y a veces incluso a anular, las diferencias entre el cristianismo y las otras religiones.

8. Se propone también la hipótesis acerca del valor inspirado de los textos sagrados de otras religiones. Ciertamente es necesario reconocer que tales textos contienen elementos gracias a los cuales multitud de personas a través de los siglos han podido y todavía hoy pueden alimentar y conservar su relación religiosa con Dios. Por esto, considerando tanto los modos de actuar como los preceptos y las doctrinas de las otras religiones, el Concilio Vaticano II —como se ha recordado antes— afirma que « por más que discrepen en mucho de lo que ella [la Iglesia] profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres ».23
La tradición de la Iglesia, sin embargo, reserva la calificación de textos inspirados a los libros canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo.24 Recogiendo esta tradición, la Constitución dogmática sobre la divina Revelación del Concilio Vaticano II enseña: « La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20, 31; 2 Tm 3,16; 2 Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia ».25 Esos libros « enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras de nuestra salvación ».26
Sin embargo, queriendo llamar a sí a todas las gentes en Cristo y comunicarles la plenitud de su revelación y de su amor, Dios no deja de hacerse presente en muchos modos « no sólo en cada individuo, sino también en los pueblos mediante sus riquezas espirituales, cuya expresión principal y esencial son las religiones, aunque contengan “lagunas, insuficiencias y errores” ».27 Por lo tanto, los libros sagrados de otras religiones, que de hecho alimentan y guían la existencia de sus seguidores, reciben del misterio de Cristo aquellos elementos de bondad y gracia que están en ellos presentes.


II. EL LOGOS ENCARNADO
Y EL ESPÍRITU SANTO
EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN

9. En la reflexión teológica contemporánea a menudo emerge un acercamiento a Jesús de Nazaret como si fuese una figura histórica particular y finita, que revela lo divino de manera no exclusiva sino complementaria a otras presencias reveladoras y salvíficas. El Infinito, el Absoluto, el Misterio último de Dios se manifestaría así a la humanidad en modos diversos y en diversas figuras históricas: Jesús de Nazaret sería una de esas. Más concretamente, para algunos él sería uno de los tantos rostros que el Logos habría asumido en el curso del tiempo para comunicarse salvíficamente con la humanidad.
Además, para justificar por una parte la universalidad de la salvación cristiana y por otra el hecho del pluralismo religioso, se proponen contemporaneamente una economía del Verbo eterno válida también fuera de la Iglesia y sin relación a ella, y una economía del Verbo encarnado. La primera tendría una plusvalía de universalidad respecto a la segunda, limitada solamente a los cristianos, aunque si bien en ella la presencia de Dios sería más plena.

10. Estas tesis contrastan profundamente con la fe cristiana. Debe ser, en efecto, firmemente creída la doctrina de fe que proclama que Jesús de Nazaret, hijo de María, y solamente él, es el Hijo y Verbo del Padre. El Verbo, que « estaba en el principio con Dios » (Jn 1,2), es el mismo que « se hizo carne » (Jn 1,14). En Jesús « el Cristo, el Hijo de Dios vivo » (Mt 16,16) « reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente » (Col 2,9). Él es « el Hijo único, que está en el seno del Padre » (Jn 1,18), el « Hijo de su amor, en quien tenemos la redención [...]. Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar con él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos » (Col 1,13-14.19-20).
Fiel a las Sagradas Escrituras y refutando interpretaciones erróneas y reductoras, el primer Concilio de Nicea definió solemnemente su fe en « Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos ».28 Siguiendo las enseñanzas de los Padres, también el Concilio de Calcedonia profesó que « uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, es él mismo perfecto en divinidad y perfecto en humanidad, Dios verdaderamente, y verdaderamente hombre [...], consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad [...], engendrado por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad ».29
Por esto, el Concilio Vaticano II afirma que Cristo « nuevo Adán », « imagen de Dios invisible » (Col 1,15), « es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado [...]. Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20) ».30
Al respecto Juan Pablo II ha declarado explícitamente: « Es contrario a la fe cristiana introducir cualquier separación entre el Verbo y Jesucristo [...]: Jesús es el Verbo encarnado, una sola persona e inseparable [...]. Cristo no es sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos [...]. Mientras vamos descubriendo y valorando los dones de todas clases, sobre todo las riquezas espirituales que Dios ha concedido a cada pueblo, no podemos disociarlos de Jesucristo, centro del plan divino de salvación ».31
Es también contrario a la fe católica introducir una separación entre la acción salvífica del Logos en cuanto tal, y la del Verbo hecho carne. Con la encarnación, todas las acciones salvíficas del Verbo de Dios, se hacen siempre en unión con la naturaleza humana que él ha asumido para la salvación de todos los hombres. El único sujeto que obra en las dos naturalezas, divina y humana, es la única persona del Verbo.32
Por lo tanto no es compatible con la doctrina de la Iglesia la teoría que atribuye una actividad salvífica al Logos como tal en su divinidad, que se ejercitaría « más allá » de la humanidad de Cristo, también después de la encarnación.33

11. Igualmente, debe ser firmemente creída la doctrina de fe sobre la unicidad de la economía salvífica querida por Dios Uno y Trino, cuya fuente y centro es el misterio de la encarnación del Verbo, mediador de la gracia divina en el plan de la creación y de la redención (cf. Col 1,15-20), recapitulador de todas las cosas (cf. Ef 1,10), « al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención » (1 Co 1,30). En efecto, el misterio de Cristo tiene una unidad intrínseca, que se extiende desde la elección eterna en Dios hasta la parusía: « [Dios] nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor » (Ef 1,4); En él « por quien entramos en herencia, elegidos de antemano según el previo designio del que realiza todo conforme a la decisión de su voluntad » (Ef 1,11); « Pues a los que de antemano conoció [el Padre], también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó » (Rm 8,29-30).
El Magisterio de la Iglesia, fiel a la revelación divina, reitera que Jesucristo es el mediador y el redentor universal: « El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor [...] es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos ».34 Esta mediación salvífica también implica la unicidad del sacrificio redentor de Cristo, sumo y eterno sacerdote (cf. Eb 6,20; 9,11; 10,12-14).

12. Hay también quien propone la hipótesis de una economía del Espíritu Santo con un carácter más universal que la del Verbo encarnado, crucificado y resucitado. También esta afirmación es contraria a la fe católica, que, en cambio, considera la encarnación salvífica del Verbo como un evento trinitario. En el Nuevo Testamento el misterio de Jesús, Verbo encarnado, constituye el lugar de la presencia del Espíritu Santo y la razón de su efusión a la humanidad, no sólo en los tiempos mesiánicos (cf. Hch 2,32‑36; Jn 20,20; 7,39; 1 Co 15,45), sino también antes de su venida en la historia (cf. 1 Co 10,4; 1 Pe 1,10-12).
El Concilio Vaticano II ha llamado la atención de la conciencia de fe de la Iglesia sobre esta verdad fundamental. Cuando expone el plan salvífico del Padre para toda la humanidad, el Concilio conecta estrechamente desde el inicio el misterio de Cristo con el del Espíritu.35 Toda la obra de edificación de la Iglesia a través de los siglos se ve como una realización de Jesucristo Cabeza en comunión con su Espíritu.36
Además, la acción salvífica de Jesucristo, con y por medio de su Espíritu, se extiende más allá de los confines visibles de la Iglesia y alcanza a toda la humanidad. Hablando del misterio pascual, en el cual Cristo asocia vitalmente al creyente a sí mismo en el Espíritu Santo, y le da la esperanza de la resurrección, el Concilio afirma: « Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual ».37
Queda claro, por lo tanto, el vínculo entre el misterio salvífico del Verbo encarnado y el del Espíritu Santo, que actúa el influjo salvífico del Hijo hecho hombre en la vida de todos los hombres, llamados por Dios a una única meta, ya sea que hayan precedido históricamente al Verbo hecho hombre, o que vivan después de su venida en la historia: de todos ellos es animador el Espíritu del Padre, que el Hijo del hombre dona libremente (cf. Jn 3,34).
Por eso el Magisterio reciente de la Iglesia ha llamado la atención con firmeza y claridad sobre la verdad de una única economía divina: « La presencia y la actividad del Espíritu no afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la historia, a los pueblos, a las culturas y a las religiones [...]. Cristo resucitado obra ya por la virtud de su Espíritu [...]. Es también el Espíritu quien esparce “las semillas de la Palabra” presentes en los ritos y culturas, y los prepara para su madurez en Cristo ».38 Aun reconociendo la función histórico-salvífica del Espíritu en todo el universo y en la historia de la humanidad,39 sin embargo confirma: « Este Espíritu es el mismo que se ha hecho presente en la encarnación, en la vida, muerte y resurrección de Jesús y que actúa en la Iglesia. No es, por consiguiente, algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío, como a veces se da por hipótesis, que exista entre Cristo y el Logos. Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica, y no puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu, “para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas” ».40
En conclusión, la acción del Espíritu no está fuera o al lado de la acción de Cristo. Se trata de una sola economía salvífica de Dios Uno y Trino, realizada en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios, llevada a cabo con la cooperación del Espíritu Santo y extendida en su alcance salvífico a toda la humanidad y a todo el universo: « Los hombres, pues, no pueden entrar en comunión con Dios si no es por medio de Cristo y bajo la acción del Espíritu ».41


III. UNICIDAD Y UNIVERSALIDAD
DEL MISTERIO SALVÍFICO DE JESUCRISTO

13. Es también frecuente la tesis que niega la unicidad y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo. Esta posición no tiene ningún fundamento bíblico. En efecto, debe ser firmemente creída, como dato perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene en él su plenitud y su centro.
Los testimonios neotestamentarios lo certifican con claridad: « El Padre envió a su Hijo, como salvador del mundo » (1 Jn 4,14); « He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo » (Jn 1,29). En su discurso ante el sanedrín, Pedro, para justificar la curación del tullido de nacimiento realizada en el nombre de Jesús (cf. Hch 3,1-8), proclama: « Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos » (Hch 4,12). El mismo apóstol añade además que « Jesucristo es el Señor de todos »; « está constituido por Dios juez de vivos y muertos »; por lo cual « todo el que cree en él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados » (Hch 10,36.42.43).
Pablo, dirigiéndose a la comunidad de Corinto, escribe: « Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros » (1 Co 8,5-6). También el apóstol Juan afirma: « Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él » (Jn 3,16-17). En el Nuevo Testamento, la voluntad salvífica universal de Dios está estrechamente conectada con la única mediación de Cristo: « [Dios] quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos » (1 Tm 2,4-6).
Basados en esta conciencia del don de la salvación, único y universal, ofrecido por el Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo (cf. Ef 1,3-14), los primeros cristianos se dirigieron a Israel mostrando que el cumplimiento de la salvación iba más allá de la Ley, y afrontaron después al mundo pagano de entonces, que aspiraba a la salvación a través de una pluralidad de dioses salvadores. Este patrimonio de la fe ha sido propuesto una vez más por el Magisterio de la Iglesia: « Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos (cf. 2 Co 5,15), da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea posible salvarse (cf. Hch 4,12). Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro ».42

14. Debe ser, por lo tanto, firmemente creída como verdad de fe católica que la voluntad salvífica universal de Dios Uno y Trino es ofrecida y cumplida una vez para siempre en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios.
Teniendo en cuenta este dato de fe, y meditando sobre la presencia de otras experiencias religiosas no cristianas y sobre su significado en el plan salvífico de Dios, la teología está hoy invitada a explorar si es posible, y en qué medida, que también figuras y elementos positivos de otras religiones puedan entrar en el plan divino de la salvación. En esta tarea de reflexión la investigación teológica tiene ante sí un extenso campo de trabajo bajo la guía del Magisterio de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, en efecto, afirmó que « la única mediación del Redentor no excluye, sino suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única ».43 Se debe profundizar el contenido de esta mediación participada, siempre bajo la norma del principio de la única mediación de Cristo: « Aun cuando no se excluyan mediaciones parciales, de cualquier tipo y orden, éstas sin embargo cobran significado y valor únicamente por la mediación de Cristo y no pueden ser entendidas como paralelas y complementarias ».44 No obstante, serían contrarias a la fe cristiana y católica aquellas propuestas de solución que contemplen una acción salvífica de Dios fuera de la única mediación de Cristo.

15. No pocas veces algunos proponen que en teología se eviten términos como « unicidad », « universalidad », « absolutez », cuyo uso daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones. En realidad, con este lenguaje se expresa simplemente la fidelidad al dato revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe. Desde el inicio, en efecto, la comunidad de los creyentes ha reconocido que Jesucristo posee una tal valencia salvífica, que Él sólo, como Hijo de Dios hecho hombre, crucificado y resucitado, en virtud de la misión recibida del Padre y en la potencia del Espíritu Santo, tiene el objetivo de donar la revelación (cf. Mt 11,27) y la vida divina (cf. Jn 1,12; 5,25-26; 17,2) a toda la humanidad y a cada hombre.
En este sentido se puede y se debe decir que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos. Recogiendo esta conciencia de fe, el Concilio Vaticano II enseña: « El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, “punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización”, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos ».45 « Es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es el centro y el fin de la misma: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Ap 22,13) ».46


IV. UNICIDAD Y UNIDAD DE LA IGLESIA

16. El Señor Jesús, único salvador, no estableció una simple comunidad de discípulos, sino que constituyó a la Iglesia como misterio salvífico: Él mismo está en la Iglesia y la Iglesia está en Él (cf. Jn 15,1ss; Ga 3,28; Ef 4,15-16; Hch 9,5); por eso, la plenitud del misterio salvífico de Cristo pertenece también a la Iglesia, inseparablemente unida a su Señor. Jesucristo, en efecto, continúa su presencia y su obra de salvación en la Iglesia y a través de la Iglesia (cf. Col 1,24-27),47 que es su cuerpo (cf. 1 Co 12, 12-13.27; Col 1,18).48 Y así como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo aunque no se identifiquen son inseparables, Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y constituyen un único « Cristo total ».49 Esta misma inseparabilidad se expresa también en el Nuevo Testamento mediante la analogía de la Iglesia como Esposa de Cristo (cf. 2 Cor 11,2; Ef 5,25-29; Ap 21,2.9).50
Por eso, en conexión con la unicidad y la universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo, debe ser firmemente creída como verdad de fe católica la unicidad de la Iglesia por él fundada. Así como hay un solo Cristo, uno solo es su cuerpo, una sola es su Esposa: « una sola Iglesia católica y apostólica ».51 Además, las promesas del Señor de no abandonar jamás a su Iglesia (cf. Mt 16,18; 28,20) y de guiarla con su Espíritu (cf. Jn 16,13) implican que, según la fe católica, la unicidad y la unidad, como todo lo que pertenece a la integridad de la Iglesia, nunca faltaran.52
Los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica —radicada en la sucesión apostólica—53 entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica: « Esta es la única Iglesia de Cristo [...] que nuestro Salvador confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn 24,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18ss.), y la erigió para siempre como « columna y fundamento de la verdad » (1 Tm 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste [subsistit in] en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él ».54 Con la expresión « subsitit in », el Concilio Vaticano II quiere armonizar dos afirmaciones doctrinales: por un lado que la Iglesia de Cristo, no obstante las divisiones entre los cristianos, sigue existiendo plenamente sólo en la Iglesia católica, y por otro lado que « fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad »,55 ya sea en las Iglesias que en las Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia católica.56 Sin embargo, respecto a estas últimas, es necesario afirmar que su eficacia « deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica ».57

17. Existe, por lo tanto, una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él.58 Las Iglesias que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica pero se mantienen unidas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión apostólica y la Eucaristía válidamente consagrada, son verdaderas iglesias particulares.59 Por eso, también en estas Iglesias está presente y operante la Iglesia de Cristo, si bien falte la plena comunión con la Iglesia católica al rehusar la doctrina católica del Primado, que por voluntad de Dios posee y ejercita objetivamente sobre toda la Iglesia el Obispo de Roma.60
Por el contrario, las Comunidades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico,61 no son Iglesia en sentido propio; sin embargo, los bautizados en estas Comunidades, por el Bautismo han sido incorporados a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión, si bien imperfecta, con la Iglesia.62 En efecto, el Bautismo en sí tiende al completo desarrollo de la vida en Cristo mediante la íntegra profesión de fe, la Eucaristía y la plena comunión en la Iglesia.63
« Por lo tanto, los fieles no pueden imaginarse la Iglesia de Cristo como la suma —diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo— de las Iglesias y Comunidades eclesiales; ni tienen la facultad de pensar que la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y que, por lo tanto, deba ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias y Comunidades ».64 En efecto, « los elementos de esta Iglesia ya dada existen juntos y en plenitud en la Iglesia católica, y sin esta plenitud en las otras Comunidades ».65 « Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y Comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia ».66
La falta de unidad entre los cristianos es ciertamente una herida para la Iglesia; no en el sentido de quedar privada de su unidad, sino « en cuanto obstáculo para la realización plena de su universalidad en la historia ».67


V. IGLESIA, REINO DE DIOS Y REINO DE CRISTO

18. La misión de la Iglesia es « anunciar el Reino de Cristo y de Dios, establecerlo en medio de todas las gentes; [la Iglesia] constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino ».68 Por un lado la Iglesia es « sacramento, esto es, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano »;69 ella es, por lo tanto, signo e instrumento del Reino: llamada a anunciarlo y a instaurarlo. Por otro lado, la Iglesia es el « pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo »;70 ella es, por lo tanto, el « reino de Cristo, presente ya en el misterio »,71 constituyendo, así, su germen e inicio. El Reino de Dios tiene, en efecto, una dimensión escatológica: Es una realidad presente en el tiempo, pero su definitiva realización llegará con el fin y el cumplimiento de la historia.72
De los textos bíblicos y de los testimonios patrísticos, así como de los documentos del Magisterio de la Iglesia no se deducen significados unívocos para las expresiones Reino de los Cielos, Reino de Dios y Reino de Cristo, ni de la relación de los mismos con la Iglesia, ella misma misterio que no puede ser totalmente encerrado en un concepto humano. Pueden existir, por lo tanto, diversas explicaciones teológicas sobre estos argumentos. Sin embargo, ninguna de estas posibles explicaciones puede negar o vaciar de contenido en modo alguno la íntima conexión entre Cristo, el Reino y la Iglesia. En efecto, « el Reino de Dios que conocemos por la Revelación, no puede ser separado ni de Cristo ni de la Iglesia... Si se separa el Reino de la persona de Jesús, no es éste ya el Reino de Dios revelado por él, y se termina por distorsionar tanto el significado del Reino —que corre el riesgo de transformarse en un objetivo puramente humano e ideológico— como la identidad de Cristo, que no aparece como el Señor, al cual debe someterse todo (cf. 1 Co 15,27); asimismo, el Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es un fin en sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos ».73

19. Afirmar la relación indivisible que existe entre la Iglesia y el Reino no implica olvidar que el Reino de Dios —si bien considerado en su fase histórica— no se identifica con la Iglesia en su realidad visible y social. En efecto, no se debe excluir « la obra de Cristo y del Espíritu Santo fuera de los confines visibles de la Iglesia ».74 Por lo tanto, se debe también tener en cuenta que « el Reino interesa a todos: a las personas, a la sociedad, al mundo entero. Trabajar por el Reino quiere decir reconocer y favorecer el dinamismo divino, que está presente en la historia humana y la transforma. Construir el Reino significa trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. En resumen, el Reino de Dios es la manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su plenitud ».75
Al considerar la relación entre Reino de Dios, Reino de Cristo e Iglesia es necesario, de todas maneras, evitar acentuaciones unilaterales, como en el caso de « determinadas concepciones que intencionadamente ponen el acento sobre el Reino y se presentan como “reinocéntricas”, las cuales dan relieve a la imagen de una Iglesia que no piensa en sí misma, sino que se dedica a testimoniar y servir al Reino. Es una “Iglesia para los demás” —se dice— como “Cristo es el hombre para los demás”... Junto a unos aspectos positivos, estas concepciones manifiestan a menudo otros negativos. Ante todo, dejan en silencio a Cristo: El Reino del que hablan se basa en un “teocentrismo”, porque Cristo —dicen— no puede ser comprendido por quien no profesa la fe cristiana, mientras que pueblos, culturas y religiones diversas pueden coincidir en la única realidad divina, cualquiera que sea su nombre. Por el mismo motivo, conceden privilegio al misterio de la creación, que se refleja en la diversidad de culturas y creencias, pero no dicen nada sobre el misterio de la redención. Además el Reino, tal como lo entienden, termina por marginar o menospreciar a la Iglesia, como reacción a un supuesto “eclesiocentrismo” del pasado y porque consideran a la Iglesia misma sólo un signo, por lo demás no exento de ambigüedad ».76 Estas tesis son contrarias a la fe católica porque niegan la unicidad de la relación que Cristo y la Iglesia tienen con el Reino de Dios.


VI. LA IGLESIA Y LAS RELIGIONES
EN RELACIÓN CON LA SALVACIÓN

20. De todo lo que ha sido antes recordado, derivan también algunos puntos necesarios para el curso que debe seguir la reflexión teológica en la profundización de la relación de la Iglesia y de las religiones con la salvación.
Ante todo, debe ser firmemente creído que la « Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y Él, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt 16,16; Jn 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta ».77 Esta doctrina no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios (cf. 1 Tm 2,4); por lo tanto, « es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación ».78
La Iglesia es « sacramento universal de salvación »79 porque, siempre unida de modo misterioso y subordinada a Jesucristo el Salvador, su Cabeza, en el diseño de Dios, tiene una relación indispensable con la salvación de cada hombre.80 Para aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, « la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo ».81 Ella está relacionada con la Iglesia, la cual « procede de la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo »,82 según el diseño de Dios Padre.

21. Acerca del modo en el cual la gracia salvífica de Dios, que es donada siempre por medio de Cristo en el Espíritu y tiene una misteriosa relación con la Iglesia, llega a los individuos no cristianos, el Concilio Vaticano II se limitó a afirmar que Dios la dona « por caminos que Él sabe ».83 La Teología está tratando de profundizar este argumento, ya que es sin duda útil para el crecimiento de la compresión de los designios salvíficos de Dios y de los caminos de su realización. Sin embargo, de todo lo que hasta ahora ha sido recordado sobre la mediación de Jesucristo y sobre las « relaciones singulares y únicas »84 que la Iglesia tiene con el Reino de Dios entre los hombres —que substancialmente es el Reino de Cristo, salvador universal—, queda claro que sería contrario a la fe católica considerar la Iglesia como un camino de salvación al lado de aquellos constituidos por las otras religiones. Éstas serían complementarias a la Iglesia, o incluso substancialmente equivalentes a ella, aunque en convergencia con ella en pos del Reino escatológico de Dios.
Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad que proceden de Dios85 y que forman parte de « todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones ».86 De hecho algunas oraciones y ritos pueden asumir un papel de preparación evangélica, en cuanto son ocasiones o pedagogías en las cuales los corazones de los hombres son estimulados a abrirse a la acción de Dios.87 A ellas, sin embargo no se les puede atribuir un origen divino ni una eficacia salvífica ex opere operato, que es propia de los sacramentos cristianos.88 Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores (cf. 1 Co 10,20-21), constituyen más bien un obstáculo para la salvación.89

22. Con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido la Iglesia para la salvación de todos los hombres (cf. Hch 17,30-31).90 Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista « marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que “una religión es tan buena como otra” ».91 Si bien es cierto que los no cristianos pueden recibir la gracia divina, también es cierto que objetivamente se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos.92 Sin embargo es necesario recordar a « los hijos de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad ».93 Se entiende, por lo tanto, que, siguiendo el mandamiento de Señor (cf. Mt 28,19-20) y como exigencia del amor a todos los hombres, la Iglesia « anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas ».94
La misión ad gentes, también en el diálogo interreligioso, « conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza y su necesidad ».95 « En efecto, « Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad » (1 Tm 2,4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera ».96 Por ello el diálogo, no obstante forme parte de la misión evangelizadora, constituye sólo una de las acciones de la Iglesia en su misión ad gentes.97 La paridad, que es presupuesto del diálogo, se refiere a la igualdad de la dignidad personal de las partes, no a los contenidos doctrinales, ni mucho menos a Jesucristo —que es el mismo Dios hecho hombre— comparado con los fundadores de las otras religiones. De hecho, la Iglesia, guiada por la caridad y el respeto de la libertad,98 debe empeñarse primariamente en anunciar a todos los hombres la verdad definitivamente revelada por el Señor, y a proclamar la necesidad de la conversión a Jesucristo y la adhesión a la Iglesia a través del bautismo y los otros sacramentos, para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por otra parte, la certeza de la voluntad salvífica universal de Dios no disminuye sino aumenta el deber y la urgencia del anuncio de la salvación y la conversión al Señor Jesucristo.


CONCLUSIÓN

23. La presente Declaración, reproponiendo y clarificando algunas verdades de fe, ha querido seguir el ejemplo del Apóstol Pablo a los fieles de Corinto: « Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí » (1 Co 15,3). Frente a propuestas problemáticas o incluso erróneas, la reflexión teológica está llamada a confirmar de nuevo la fe de la Iglesia y a dar razón de su esperanza en modo convincente y eficaz.
Los Padres del Concilio Vaticano II, al tratar el tema de la verdadera religión, han afirmado: « Creemos que esta única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres, diciendo a los Apóstoles: “Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado” (Mt 28,19-20). Por su parte todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla ».99
La revelación de Cristo continuará a ser en la historia la verdadera estrella que orienta a toda la humanidad: 100 « La verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal ». 101 El misterio cristiano supera de hecho las barreras del tiempo y del espacio, y realiza la unidad de la familia humana: « Desde lugares y tradiciones diferentes todos están llamados en Cristo a participar en la unidad de la familia de los hijos de Dios [...]. Jesús derriba los muros de la división y realiza la unificación de forma original y suprema mediante la participación en su misterio. Esta unidad es tan profunda que la Iglesia puede decir con san Pablo: « Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios » (Ef 2,19) ». 102
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la Audiencia del día 16 de junio de 2000, concedida al infrascrito Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, con ciencia cierta y con su autoridad apostólica, ha ratificado y confirmado esta Declaración decidida en la Sesión Plenaria, y ha ordenado su publicación.

Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 6 de agosto de 2000, Fiesta de la Transfiguración del Señor.



+ Joseph Card. Ratzinger
Prefecto


+ Tarcisio Bertone, S.D.B.
Arzobispo emérito de Vercelli
Secretario


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Notas
(1) Conc. de Constantinopla I, Symbolum Costantinopolitanum: DS 150.
(2) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 1: AAS 83 (1991) 249-340.
(3) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes y Decl. Nostra aetate; cf. también Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi: AAS 68 (1976) 5-76; Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio.
(4) Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetate, 2.
(5) Pont. Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 29; cf. Conc.Ecum. Vat II, Const. past. Gaudium et spes, 22.
(6) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.
(7) Cf. Pont.Cons. para el Diálogo Interreligioso y la Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, 9: AAS 84 (1992) 414-446.
(8) Juan Pablo II,Enc. Fides et ratio, 5: AAS 91 (1999) 5‑88.
(9) Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 2.
(10) Ibíd., 4.
(11) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5.
(12) Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14.
(13) Conc. Ecum. de Calcedonia, DS 301. Cf. S. Atanasio de Alejandría, De Incarnatione, 54,3: SC 199,458.
(14) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 4
(15) Ibíd., 5.
(16) Ibíd.
(17) 3 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 144.
(18) Ibíd., 150.
(19) Ibíd., 153.
(20) Ibíd., 178.
(21) Juan Pablo II, Enc. Fides et Ratio, 13.
(22) Cf. ibíd., 31-32.
(23) Conc. Ecum. Vat.II, Decl.Nostra aetae, 2. Cf. también Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 9, donde se habla de todo lo bueno presente « en los ritos y en las culturas de los pueblos »; Const. dogm. Lumen gentium, 16, donde se indica todo lo bueno y lo verdadero presente entre los no cristianos, que pueden ser considerados como una preparación a la acogida del Evangelio.
(24) Cf. Conc. de Trento, Decr. de libris sacris et de traditionibus recipiendis: DS 1501; Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm.Dei Filius, cap. 2: DS 3006.
(25) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Dei verbum, 11.
(26) Ibíd.
(27) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; cf. también 56. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 53.
(28) Conc. Ecum. de Nicea I, DS 125.
(29) Conc. Ecum de Calcedonia, DS 301.
(30) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Gaudium et spes, 22.
(31) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6.
(32) Cf. San León Magno, Tomus ad Flavianum: DS 269.
(33) Cf. San León Magno, Carta « Promisisse me memini » ad Leonem I imp: DS 318: « In tantam unitatem ab ipso conceptu Virginis deitate et humanitate conserta, ut nec sine homine divina, nec sine Dio agerentur humana ». Cf. también ibíd.: DS 317.
(34) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45. Cf. también Conc. de Trento, Decr. De peccato originali, 3: DS 1513.
(35) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 3-4.
(36) Cf. ibíd., 7.Cf. San Ireneo, el cual afirmaba que en la Iglesia « ha sido depositada la comunión con Cristo, o sea, el Espíritu Santo » (Adversus Haereses III, 24, 1: SC 211, 472).
(37) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22.
(38) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 28.Acerca de « las semillas del Verbo » cf. también San Justino, 2 Apologia, 8,1-2,1-3; 13, 3-6: ed. E. J. Goodspeed, 84; 85; 88-89.
(39) Cf. ibíd., 28-29.
(40) Ibíd., 29.
(41) 3 Ibíd., 5.
(42) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.Gaudium et spes, 10; cf. San Agustín, cuando afirma que fuera de Cristo, « camino universal de salvación que nunca ha faltado al género humano, nadie ha sido liberado, nadie es liberado, nadie será liberado »: De Civitate Dei 10, 32, 2: CCSL 47, 312.
(43) Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 62.
(44) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 5.
(45) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45. La necesidad y absoluta singularidad de Cristo en la historia humana está bien expresada por San Ireneo cuando contempla la preeminencia de Jesús como Primogénito: « En los cielos como primogénito del pensamiento del Padre, el Verbo perfecto dirige personalmente todas las cosas y legisla; sobre la tierra como primogénito de la Virgen, hombre justo y santo, siervo de Dios, bueno, aceptable a Dios, perfecto en todo; finalmente salvando de los infiernos a todos aquellos que lo siguen, como primogénito de los muertos es cabeza y fuente de la vida divina » (Demostratio, 39: SC 406, 138).
(46) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 6.
(47) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
(48) Cf. ibíd., 7.
(49) Cf. San Agustín, Enarrat.In Psalmos, Ps 90, Sermo 2,1: CCSL 39, 1266; San Gregorio Magno, Moralia in Iob, Praefatio, 6, 14: PL 75, 525; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologicae, III, q. 48, a. 2 ad 1.
(50) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, 6.
(51) Símbolo de la fe: DS 48.Cf. Bonifacio VIII, Bula Unam Sanctam: DS 870-872; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.
(52) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 4; Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 11: AAS 87 (1995) 921-982.
(53) 3 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 20; cf. también San Ireneo, Adversus Haereses, III, 3, 1-3: SC 211, 20-44; San Cipriano, Epist. 33, 1: CCSL 3B, 164-165; San Agustín, Contra advers. legis et prophet., 1, 20, 39: CCSL 49, 70.
(54) Conc. Ecum Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.
(55) Ibíd., Cf. Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 13. Cf. también Conc.Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 15, y Decr.Unitatis redintegratio, 3.
(56) Es, por lo tanto, contraria al significado auténtico del texto conciliar la interpretación de quienes deducen de la fórmula subsistit in la tesis según la cual la única Iglesia de Cristo podría también subsistir en otras iglesias cristianas. « El Concilio había escogido la palabra “subsistit” precisamente para aclarar que existe una sola “subsistencia” de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su estructura visible existen sólo “elementa Ecclesiae”, los cuales —siendo elementos de la misma Iglesia— tienden y conducen a la Iglesia católica » (Congr. para la Doctrina de la Fe, Notificación sobre el volumen « Iglesia: carisma y poder » del P. Leonardo Boff, 11-III-1985: AAS 77 (1985) 756-762).
(57) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio, 3.
(58) Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, n. 1: AAS 65 (1973) 396-408.
(59) Cf. Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Unitatis redintegratio, 14 y 15; Congr. para Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 17 AAS 85 (1993) 838-850.
(60) Cf. Conc. Ecum Vat. I, Const. Pastor aeternus: DS 3053-3064; Conc. Ecum. Vat. II, Const dogm. Lumen gentium, 22.
(61) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Unitatis redintegratio, 22.
(62) Cf. ibíd., 3.
(63) Cf. ibíd., 22.
(64) Congr. para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium ecclesiae, 1.
(65) Juan Pablo II, Enc. Ut unum sint, 14.
(66) Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Unitatis redintegratio, 3.
(67) Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 17.Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4.
(68) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 5.
(69) 3 Ibíd., 1.
(70) 3 Ibíd., 4. Cf. San Cipriano, De Dominica oratione 23: CCSL 3A, 105.
(71) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 3.
(72) Cf. ibíd., 9. Cf. También la oración dirigida a Dios, que se encuentra en la Didaché 9, 4: SC 248, 176: « Se reúna tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino », e ibíd., 10, 5: SC 248, 180: « Acuérdate, Señor, de tu Iglesia... y, santificada, reúnela desde los cuatro vientos en tu reino que para ella has preparado ».
(73) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18; cf. Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 6-XI-1999, 17: L'Osservatore Romano, 7-XI-1999. El Reino es tan inseparable de Cristo que, en cierta forma, se identifica con él (cf. Orígenes, In Mt. Hom., 14, 7: PG 13, 1197; Tertuliano, Adversus Marcionem, IV, 33, 8: CCSL 1, 634.
(74) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 18.
(75) Ibíd., 15.
(76) Ibíd., 17.
(77) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14. Cf. Decr. Ad gentes, 7; Decr. Unitatis redintegratio, 3.
(78) Juan Pablo II,Enc. Redemptoris missio, 9. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 846‑847.
(79) 3 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm., Lumen gentium, 48.
(80) Cf. San Cipriano, De catholicae ecclesiae unitate, 6: CCSL 3, 253-254; San Ireneo, Adversus Haereses, III, 24, 1: SC 211, 472-474.
(81) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 10.
(82) Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Ad gentes, 2. La conocida fórmula extra Ecclesiam nullus omnino salvatur debe ser interpretada en el sentido aquí explicado (cf. Conc.Ecum. Lateranense IV, Cap. 1. De fide catholica: DS 802). Cf. también la Carta del Santo Oficio al Arzobispo de Boston: DS 3866-3872.
(83) Conc. Ecum. Vat.II, Decr. Ad gentes, 7.
(84) 3 Juan Pablo II, Enc.Redemptoris missio, 18.
(85) Son las semillas del Verbo divino (semina Verbi), que la Iglesia reconoce con gozo y respeto (cf. Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 11, Decl. Nostra aetate, 2).
(86) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 29.
(87) Cf. Ibíd.; Catecismo de la Iglesia Católica, 843.
(88) Cf. Conc. de Trento, Decr. De sacramentis, can. 8 de sacramentis in genere: DS 1608.
(89) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.
(90) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 17; Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 11.
(91) Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 36.
(92) Cf. Pío XII, Enc. Myisticis corporis, DS 3821.
(93) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 14.
(94) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, 2.
(95) Conc.Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 7.
(96) Catecismo de la Iglesia Católica, 851; cf. también, 849-856.
(97) Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55; Exhort. ap. Ecclesia in Asia, 31, 6-XI-1999.
(98) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, 1.
(99) Ibíd.
(100) Cf. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 15.
(101) Ibid., 92.
(102) Ibíd., 70.




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