Alocución a los Obispos en Chile
Joseph Card. Ratzinger
13 de Julio de 1988
Joseph Card. Ratzinger
13 de Julio de 1988
¡Estimados y queridos hermanos!
En primer lugar, querría agradecer de corazón su invitación tan amable para visitar vuestro país, y también por ofrecerme esta ocasión de encuentro y de diálogo fraterno. No me hago la ilusión de que se pueda conocer un país con una estadía de pocos días; sin embargo, es muy importante para mí la oportunidad de poder ver los lugares donde ustedes trabajan, y tener en alguna medida la experiencia del ambiente de la vida en la Iglesia en esta tierra.
El fin de mis palabras es encarecer el diálogo que debemos tener mutuamente. De modo general, suelo aprovechar la ocasión que me brindan estos encuentros para exponer brevemente algunas de las cuestiones de mayor importancia del trabajo en la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sin embargo, el cisma que parece abrirse con las ordenaciones de obispos del 30 de junio, me lleva a apartarme, por esta vez, de esa costumbre. Hoy querría simplemente comentar algunas cosas sobre el caso que concierne a Mons. Lefebvre. Más que detenerse en lo ocurrido, me parece que puede tener mayor trascendencia valorar las enseñanzas que puede sacar la Iglesia, para hoy y para el día de mañana, del conjunto de los acontecimientos. Para ello, querría anticipar, en primer lugar, algunas observaciones sobre la actitud de la Santa Sede en los coloquios con Mons. Lefebvre, y continuar después con una reflexión sobre las causas generales que originan esta situación y que, por encima del caso particular, nos atañen a todos.
I. La actitud de la Santa Sede en los coloquios con Lefebvre
En los últimos meses hemos invertido una buena cantidad de trabajo en el problema de Lefebvre, con el empeño sincero de crear para su movimiento un espacio vital adecuado en el interior de la Iglesia. Se ha criticado a la Santa Sede por esto desde muchas partes. Se ha dicho que había cedido a la presión del cisma; que no había defendido con la fuerza debida el Concilio Vaticano II; que, mientras actuaba con gran dureza contra los movimientos progresistas, mostraba demasiada comprensión con la rebelión restauradora. El desarrollo ulterior de los acontecimientos ha refutado suficientemente estas aseveraciones. El mito de la dureza del Vaticano, cara a las digresiones progresistas, ha resultado una elucubración vacía. Hasta la fecha, se han emitido fundamentalmente amonestaciones, y en ningún caso penas canónicas en sentido propio. El hecho de que Lefebvre haya denunciado al final el acuerdo firmado, muestra que la Santa Sede, a pesar de haber hecho concesiones verdaderamente amplias, no le ha otorgado la licencia global que deseaba. En la parte fundamental de los acuerdos, Lefebvre había reconocido que debía aceptar el Vaticano II y las afirmaciones del Magisterio postconciliar, con la autoridad propia de cada documento. Es una contradicción que sean precisamente aquellos que no han dejado pasar por alto ninguna ocasión para vocear en todo el mundo su desobediencia al Papa y a las declaraciones magisteriales de los últimos 20 años, los que juzgan esta postura demasiado tibia y piden que se exija una obediencia omnímoda hacia el Vaticano II. También se pretendía que el Vaticano había concedido a Lefebvre un derecho al disenso, que se niega persistentemente a los componentes de tendencia progresista. En realidad, lo único que se afirmaba en el convenio -siguiendo a la Lumen Gentium en su núm. 25- era el simple hecho, de que no todos los documentos del Concilio tienen el mismo rango.
En el acuerdo se preveía también explícitamente que debía evitarse la polémica pública, y se solicitaba una actitud positiva de respeto a las medidas y declaraciones oficiales. Se concedía, asimismo, que la confraternidad pudiera presentar a la Santa Sede -quedando intacto el derecho de decisión de ésta- sus dificultades en cuestiones de interpretación y de reformas en el ámbito jurídico y litúrgico. Todo esto ciertamente muestra suficientemente que Roma ha unido, en este difícil diálogo, la generosidad en todo lo negociable, con la firmeza en lo esencial. Es muy reveladora la explicación que el mismo Mons. Lefebvre ha dado de la retractación de su asentimiento. Declaró que ahora había comprendido que el acuerdo suscrito apuntaba solamente a integrar su fundación en la “Iglesia del Concilio”. La Iglesia Católica en comunión con el Papa es, para él, la “Iglesia del Concilio” que se ha desprendido de su propio pasado. Parece que ya no logra ver que se trata sencillamente de la Iglesia Católica con la totalidad de la Tradición, a la que también pertenece el Concilio Vaticano II.
II. Reflexiones sobre las causas más profundas del caso Lefebvre
El problema planteado por Lefebvre, sin embargo, no se termina con la ruptura del 30 de junio. Sería demasiado cómodo dejarse llevar por una especie de triunfalismo, y pensar que este problema ha dejado de serlo desde el momento en que el movimiento de Lefebvre se ha separado netamente de la Iglesia. Un cristiano nunca puede ni debe alegrarse de una desunión. Aunque con toda seguridad la culpa no pueda achacarse a la Santa Sede, es nuestra obligación preguntarnos qué errores hemos cometido, qué errores estamos cometiendo. Las pautas con que se valora el pasado, desde la aparición del decreto sobre el ecumenismo del Vaticano II, deben, como es lógico, tener valor también para el presente. Uno de los descubrimientos fundamentales de la teología del ecumenismo es que los cismas se pueden producir únicamente cuando, en la Iglesia, ya no se viven y aman algunas verdades y algunos valores de la fe cristiana. La verdad marginada se independiza, queda arrancada de la totalidad de la estructura eclesial, y alrededor de ella se forma entonces el nuevo movimiento. Nos debe hacer reflexionar el hecho de que no pocos hombres, más allá del círculo más restringido de los miembros de la confraternidad de Lefebvre, están viendo en este hombre una especie de guía o, por lo menos, un aleccionador útil. No es suficiente remitirse a motivos políticos, o a la nostalgia y otras razones secundarias de tipo cultural. Esas causas no serían suficientes para atraer también, y de modo especial, jóvenes, de muy diversos países, y bajo condiciones políticas o culturales completamente diferentes. Ciertamente, la visión estrecha, unilateral, se nota en todas partes; sin embargo, el fenómeno en su conjunto no sería pensable si no estuvieran también en juego elementos positivos, que generalmente no encuentran suficiente espacio vital en la Iglesia de hoy. Por todo ello, deberíamos considerar esta situación primordialmente como una ocasión de examen de conciencia. Debemos dejarnos preguntar en serio sobre las deficiencias en nuestra pastoral, que son denunciadas por todos estos acontecimientos. De este modo podremos ofrecer un lugar a los que están buscando y preguntando dentro de la Iglesia, y así lograremos convertir el cisma en superfluo, desde el mismo interior de la Iglesia. Querría nombrar tres aspectos que, según mi opinión, tienen un papel importante a este respecto.
a) Lo santo y lo profano
Hay muchas razones que pueden haber motivado que muchas personas busquen un refugio en la vieja liturgia. Una primera e importante es que allí encuentran custodiada la dignidad de lo sagrado. Con posterioridad al Concilio, muchos elevaron intencionadamente a nivel de programa la «desacralización», explicando que el Nuevo Testamento había abolido el culto del Templo: la cortina del Templo desgarrada en el momento de la muerte de cruz de Cristo significaría –según ellos– el final de lo sacro. La muerte de Jesús fuera de las murallas, es decir, en el ámbito público, es ahora el culto verdadero. El culto, si es que existe, se da en la no-sacralidad de la vida cotidiana, en el amor vivido. Empujados por esos razonamientos, se arrinconaron las vestimentas sagradas; se libró a las iglesias, en la mayor medida posible, del esplendor que recuerda lo sacro; y se redujo la liturgia, en cuanto cabía, al lenguaje y gestos de la vida ordinaria, por medio de saludos, signos comunes de amistad y cosas parecidas.
Hay muchas razones que pueden haber motivado que muchas personas busquen un refugio en la vieja liturgia. Una primera e importante es que allí encuentran custodiada la dignidad de lo sagrado. Con posterioridad al Concilio, muchos elevaron intencionadamente a nivel de programa la «desacralización», explicando que el Nuevo Testamento había abolido el culto del Templo: la cortina del Templo desgarrada en el momento de la muerte de cruz de Cristo significaría –según ellos– el final de lo sacro. La muerte de Jesús fuera de las murallas, es decir, en el ámbito público, es ahora el culto verdadero. El culto, si es que existe, se da en la no-sacralidad de la vida cotidiana, en el amor vivido. Empujados por esos razonamientos, se arrinconaron las vestimentas sagradas; se libró a las iglesias, en la mayor medida posible, del esplendor que recuerda lo sacro; y se redujo la liturgia, en cuanto cabía, al lenguaje y gestos de la vida ordinaria, por medio de saludos, signos comunes de amistad y cosas parecidas.
Sin embargo, con tales teorías y una tal praxis se desconocía completamente la conexión real entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; se había olvidado que este mundo todavía no es el Reino de Dios y que «el Santo de Dios» (Io 6,69) sigue estando en contradicción con el mundo; que necesitamos de la purificación para acercarnos a Él; que lo profano, también después de la muerte y resurrección de Jesús, no ha llegado a ser lo santo. El Resucitado se ha aparecido sólo a aquellos cuyo corazón se ha dejado abrir para Él, para el Santo: no se ha manifestado a todo el mundo. De este mundo se ha abierto el nuevo espacio del culto, al que ahora estamos remitidos todos; a ese culto que consiste en acercarse a la comunidad del Resucitado, a cuyos pies se postraron las mujeres y le adoraron (Mt 28,9). No quiero en este momento desarrollar más este punto, sino sólo sacar directamente la conclusión: debemos recuperar la dimensión de lo sagrado en la liturgia. La liturgia no es festival, no es una reunión placentera. No tiene importancia, ni de lejos, que el párroco consiga llevar a cabo ideas sugestivas o elucubraciones imaginativas. La liturgia es el hacerse presente del Dios tres veces santo entre nosotros, es la zarza ardiente, y es la Alianza de Dios con el hombre en Jesucristo, el Muerto y Resucitado. La grandeza de la liturgia no se funda en que ofrezca un entretenimiento interesante, sino en que llega a tocarnos el Totalmente-Otro, a quien no podríamos hacer venir. Viene porque quiere. Dicho de otro modo, lo esencial en la liturgia es el misterio, que se realiza en el rito común de la Iglesia; todo lo demás la rebaja. Los hombres lo experimentan vivamente, y se sienten engañados cuando el misterio se convierte en diversión, cuando el actor principal en la liturgia ya no es el Dios vivo, sino el sacerdote o el animador litúrgico.
b) La no-arbitrariedad de la fe y de su continuidad
Defender el Concilio Vaticano II, en contra de Monseñor Lefebvre, como válido y vinculante en la Iglesia, es y va a seguir siendo una necesidad. Sin embargo, existe una actitud de miras estrechas que aísla el Vaticano II y que ha provocado la oposición. Muchas exposiciones dan la impresión de que, después del Vaticano II, todo haya cambiado y lo anterior ya no puede tener validez, o, en el mejor de los casos, sólo la tendrá a la luz del Vaticano II. El Concilio Vaticano II no se trata como parte de la totalidad de la Tradición viva de la Iglesia, sino directamente como el fin de la Tradición y como un recomenzar enteramente de cero. La verdad es que el mismo Concilio no ha definido ningún dogma y ha querido de modo consciente expresarse en un rango más modesto, meramente como Concilio pastoral; sin embargo, muchos lo interpretan como si fuera casi el superdogma que quita importancia a todo lo demás.
Esta impresión se refuerza especialmente por hechos que ocurren en la vida corriente. Lo que antes era considerado lo más santo –la forma transmitida por la liturgia–, de repente aparece como lo más prohibido y lo único que con seguridad debe rechazarse. No se tolera la crítica a las medidas del tiempo postconciliar; pero donde están en juego las antiguas reglas, o las grandes verdades de la fe –por ejemplo, la virginidad corporal de María, la resurrección corporal de Jesús, la inmortalidad del alma, etc.–, o bien no se reacciona en absoluto, o bien se hace sólo de forma extremadamente atenuada. Yo mismo he podido ver, cuando era profesor, cómo el mismo obispo que antes del Concilio había rechazado a un profesor irreprochable por su modo de hablar un poco tosco, no se veía capaz, después del Concilio, de rechazar a otro profesor que negaba abiertamente algunas verdades fundamentales de la fe. Todo esto lleva a muchas personas a preguntarse si la Iglesia de hoy es realmente todavía la misma de ayer, o si no será que se la han cambiado por otra sin avisarles. La única manera para hacer creíble el Vaticano II es presentarlo claramente como lo que es: una parte de la entera y única Tradición de la Iglesia y de su fe.
c) La unicidad de la verdad
Dejando ahora aparte la cuestión litúrgica, los puntos centrales del conflicto son, actualmente, el ataque contra el decreto sobre la libertad religiosa y contra el pretendido espíritu de Asís. En ellos Lefebvre traza las fronteras entre su posición y la de la Iglesia Católica de hoy. No es necesario añadir expresamente que no se pueden aceptar sus afirmaciones en este terreno. Pero no vamos a ocuparnos aquí de sus errores, sino que queremos preguntarnos dónde está la falta de claridad en nosotros mismos. Para Lefebvre, se trata de la lucha contra el liberalismo ideológico, contra la relativización de la verdad. Evidentemente, no estamos de acuerdo con él en que el texto del Concilio sobre la libertad religiosa o la oración de Asís, según las intenciones queridas por el Papa, son relativizaciones. Sin embargo, es verdad que, en el movimiento espiritual del tiempo postconciliar, se daba muchas veces un olvido, incluso una supresión de la cuestión de la verdad; quizás apuntamos aquí al problema crucial de la teología y la pastoral de hoy.
La «verdad» apareció de pronto como una pretensión demasiado alta, un «triunfalismo» que ya no podía permitirse. Este proceso se verifica de modo claro en la crisis en la que han caído el ideal y la praxis misionera. Si no apuntamos a la verdad al anunciar nuestra fe, y si esa verdad ya no es esencial para la salvación del hombre, entonces las misiones pierden su sentido. En efecto, se deducía y se deduce la conclusión que, en el futuro, se debe buscar sólo que los cristianos sean buenos cristianos, los musulmanes buenos musulmanes, los hindúes buenos hindúes, etc. Pero, ¿cómo se puede saber cuándo alguien es «buen» cristiano o «buen» musulmán? La idea de que todas las religiosas son, hablando con propiedad, solamente símbolos de lo incomprensible en último término, gana terreno rápidamente también en la teología y ya entra profundamente en la praxis litúrgica. Allí donde se produce ese fenómeno, la fe como tal queda abandonada, pues consiste precisamente en que yo me confío a la verdad en tanto que reconocida. Así, ciertamente, tenemos todas las motivaciones para volver al buen sentido también en esto. Si conseguimos mostrar y vivir de nuevo la totalidad de lo católico en estos puntos, entonces podemos esperar que el cisma de Lefebvre no será de larga duración.
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