El Credo del Pueblo de Dios
Pablo VI
Discurso en la Clausura del Año de la Fe
30 de junio de 1968
30 de junio de 1968
Este Discurso muestra claramente como el Papa Pablo VI daba cuenta con absoluta nitidez de la "crisis de la Fe" en la Iglesia. Una conciencia que se hace cada vez más necesaria para advertir todo lo que está en juego en nuestros días.
Introducción
Venerados hermanos y amados hijos:
Terminamos con esa liturgia solemne la celebración del XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo y concluimos también el "Año de la Fe": lo habíamos dedicado a la conmemoración de los santos Apóstoles para testimoniar nuestra voluntad inquebrantable de fidelidad al depósito de la fe (1) que ellos nos transmitieron y para fortificar nuestro deseo de vivirlo en la coyuntura histórica en que se encuentra la Iglesia, peregrina en medio del mundo.
Sentimos el deber de manifestar públicamente nuestra gratitud a todos aquellos que han respondido a nuestra invitación, confiriendo al "Año de la Fe" una magnífica palabra de Dios, con la renovación en las diversas comunidades de la profesión de fe y con el testimonio de una vida cristiana. A nuestros hermanos en el Episcopado, de una manera especial, y a todos los fieles de la santa Iglesia católica, les expresamos nuestro reconocimiento y les damos nuestra bendición.
Nos parece también que debemos cumplir el mandato confiado por Cristo a Pedro, del que somos sucesor, aunque el único en méritos, de confirmar en la fe a nuestros hermanos (2). Conscientes, ciertamente, de nuestra debilidad humana, pero con toda la fuerza que tal mandato imprime a nuestro espíritu, vamos a hacer una profesión de fe, a pronunciar un credo que, sin ser una definición dogmática propiamente dicha, recoge en sustancia, y en algún aspecto desarrollado en consonancia con la condición espiritual de nuestro tiempo, el credo de Nicea, el credo de la inmortal Tradición de la Santa Iglesia de Dios.
Crisis de Fe
1
Al hacerlo somos conscientes de la inquietud que agita en relación con la fe ciertos ambientes modernos, los cuales no se sustraen a la influencia de un mundo en profunda mutación en el que tantas cosas ciertas se impugnan o discuten. Nos vemos que aún algunos católicos se dejan llevar de una especie de pasión por el cambio y la novedad. La Iglesia, ciertamente, tiene siempre el deber de continuar su esfuerzo para profundizar y presentar, de una manera cada vez más adaptada a las generaciones que se suceden, los insondables misterios de Dios, ricos para todos de frutos de salvación. Pero es preciso al mismo tiempo tener el mayor cuidado, al cumplir el deber indispensable de búsqueda, de no atentar a las enseñanzas de la doctrina cristiana. Porque esto sería entonces originar, como se ve desgraciadamente hoy en día, turbación y perplejidad en muchas almas fieles.
Conviene a este propósito recordar que, por encima de lo observable, científicamente comprobado, la inteligencia que Dios nos ha dado alcanza "lo que es", y no solamente la expresión subjetiva de las estructuras y de la evolución de la conciencia; y por otra parte, que la incumbencia de la interpretación - de la hermenéutica - es tratar de comprender y de desentrañar, con respecto a la palabra pronunciada, el sentido propio de un texto, y en ningún modo crear este sentido de nuevo a merced de hipótesis arbitrarias.
Pero, por encima de todo, Nos ponemos nuestra inquebrantable confianza en el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, y en la fe teologal, sobre la que descansa la vida del Cuerpo Místico. Sabemos que las almas esperan la palabra del Vicario de Cristo y Nos respondemos a esta expectativa con las instrucciones que normalmente damos. Pero hoy tenemos la oportunidad de pronunciar una palabra más solemne. En este día elegido para clausurar el Año de la Fe, en esta fiesta de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, hemos querido ofrecer al Dios vivo el homenaje de una profesión de fe. Y como en otro tiempo en Cesarea de Filipo el apóstol Pedro tomó la palabra en nombre de los Doce para proclamar verdaderamente, por encima de las opiniones humanas, a Cristo, hijo del Dios vivo, así hoy su humilde sucesor, Pastor de la Iglesia universal, levanta su voz rindiendo, en nombre de todo el pueblo de Dios, su firme testimonio a la verdad divina confiada a la Iglesia para que ella la anuncie a todas las naciones.
Nos hemos querido que nuestra profesión de fe fuera bastante completa y explícita a fin de responder de una manera apropiada a la necesidad de luz que experimentan tantas almas fieles y todos aquellos que en el mundo, a cualquier familia espiritual que pertenezcan, están buscando la verdad. A gloria del Dios tres veces Santo y de Nuestro Señor Jesucristo, confiando en la ayuda de la Santísima Virgen María y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, para utilidad y edificación de la Iglesia, en nombre de todos los Pastores y de todos los fieles Nos pronunciamos ahora esta profesión de fe, en plena comunión espiritual con todos vosotros, queridos hermanos e hijos.
Profesión de Fe
2
Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de las cosas visibles como en este mundo en el que transcurre nuestra vida pasajera, de las cosas invisibles como los espíritus puros que reciben también el nombre de ángeles (3) y creador en cada hombre de su alma espiritual e inmortal.
Creemos que este Dios único es absolutamente uno en su esencia, infinitamente santo al igual que en todas sus perfecciones, en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y en su amor. El es "el que es", como lo ha revelado a Moisés (4), y "El es Amor", como el apóstol Juan nos lo enseña (5), de forma que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma realidad divina de Aquél que ha querido darse a conocer a nosotros y que, "habitando en una luz inaccesible" (6) está en sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada. Solamente Dios nos puede dar ese conocimiento justo y pleno revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados por gracia a participar, aquí abajo en la oscuridad de la fe y más allá de la muerte en la luz eterna. Los lazos mutuos que constituyen eternamente las Tres Personas, siendo cada una el solo y el mismo ser divino, son la bienaventurada vida íntima del Dios tres veces santo, infinitamente superior a lo que podemos concebir con la capacidad humana (7). Damos con todo gracias a la bondad divina por el hecho de que gran número de creyentes puedan atestiguar juntamente con nosotros delante de los hombres la Unidad de Dios, aunque no conozcan el Misterio de la Santísima Trinidad. Creemos, pues, en el Padre que engendra al Hijo desde la eternidad; en el Hijo Verbo de Dios, que es eternamente engendrado; en el Espíritu Santo, Persona increada, que procede del Padre y del Hijo, como eterno amor de ellos. De este modo en las Tres Personas divinas, "coaeternae sibi et coaequales" (8) sobreabundan y se consuman en la eminencia y la gloria, propia del Ser incredo, la vida y la bienaventuranza de Dios perfectamente uno, y siempre "se debe venerar la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad" (9).
Creemos en Jesucristo
3
Creemos en nuestro Señor Jesucristo, que es el Hijo de Dios. El es el Verbo eternal, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, "homoousios to Patri" (10) y por quien todo ha sido hecho. Se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María y se hizo hombre: igual por tanto al Padre, según la divinidad, inferior al Padre, según la humanidad (11), y uno en sí mismo, no por una imposible confusión de las naturalezas, sino por la unidad de la persona (12).
Habitó entre nosotros, con plenitud de gracia y de verdad. Anunció e instauró el reino de Dios y nos hizo conocer en El al Padre. Nos dio un mandamiento nuevo: amarnos los unos a los otros como El nos ha amado. Nos enseñó el camino de las bienaventuranzas del Evangelio: la pobreza de espíritu, la mansedumbre, el dolor soportado con paciencia, la sed de justicia, la misericordia, la pureza de corazón, la voluntad de paz, la persecución, soportada por la justicia. Padeció en tiempos de Poncio Pilato, como Cordero de Dios, que lleva sobre sí los pecados del mundo, y murió por nosotros en la Cruz, salvándonos con su sangre redentora. Fue sepultado y por su propio poder resucitó al tercer día, elevándonos por su Resurrección a la participación de la vida divina que es la vida de la gracia. Subió al Cielo y vendrá de nuevo esta vez con gloria para juzgar a vivos y muertos, a cada uno según sus méritos: quienes correspondieron al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna; quienes lo rechazaron hasta el fin, al fuego inextinguible.
Y su reino no tendrá fin.
Creemos en el Espíritu Santo
4
Creemos en el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria. El nos ha hablado por los profetas y ha sido enviado a nosotros por Cristo después de su Resurrección y su Ascensión al Padre; El ilumina, vivifica, protege y guía la Iglesia, purificando sus miembros si éstos no se sustraen a la gracia. Su acción, que penetra hasta lo más íntimo del alma, tiene el poder de hacer al hombre capaz de corresponder a la llamada de Jesús: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt., 5,48).
Creemos que María es la Madre, siempre Virgen, del Verbo Encarnado, nuestro Dios y Salvador Jesucristo (13) y que en virtud de esta elección singular, Ella ha sido, en atención a los méritos de su Hijo, redimida de modo eminente (14), preservada de toda mancha de pecado original (15) y colmada del don de la gracia más que todas las demás criaturas (16).
Asociada por un vínculo estrecho e indisoluble a los Misterios de la Encarnación y de la Redención (17), la Santísima Virgen, la Inmaculada, ha sido elevada al final de su vida terrena en cuerpo y alma a la gloria celestial (18) y configurada con su Hijo resucitado en la anticipación del destino futuro de todos los justos. Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia (19) continúa en el Cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos (20).
El Pecado Original
5
Creemos que en Adán todos pecaron, lo cual quiere decir que la falta original cometida por él hizo caer a la naturaleza humana, común a todos los hombres, en un estado en que experimenta las consecuencias de esta falta y que no es aquel en el que se hallaba la naturaleza al principio en nuestros padres, creados en santidad y justicia y en el que el hombre no conocía ni el mal ni la muerte. Esta naturaleza humana caída, despojada de la vestidura de la gracia, herida en sus propias fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte se transmite a todos los hombres y en este sentido todo hombre nace en pecado.
Sostenemos pues con el Concilio de Trento que el pecado original se transmite con la naturaleza humana, "no por imitación, sino por propagación", y por tanto "es propio de cada uno" (21) Creemos que Nuestro Señor Jesucristo, por el Sacrificio de la Cruz nos rescató del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que, según afirma el Apóstol, "donde había abundado el pecado, sobreabundó la gracia" (22). Creemos en un solo Bautismo, instituido por nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados. El Bautismo se debe administrar también a los niños que todavía no son culpables de pecados personales, para que, naciendo privados de la gracia sobrenatural, renazcan "del agua, y del Espíritu Santo a la vida en Cristo Jesús" (23).
Creemos en la Iglesia
6
Creemos en la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra que es Pedro. Ella es el Cuerpo Místico de Cristo, al mismo tiempo sociedad visible, instituida con organismos jerárquicos, y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre, el pueblo de Dios peregrino aquí abajo y la Iglesia colmada de bienes celestiales, el germen y las primicias del Reino de Dios, por el que se continúa a lo largo de la historia de la humanidad la obra y los dolores de la Redención y que tiende a su realización perfecta más allá del tiempo en la gloria (24). En el correr de los siglos Jesús, Señor, va formando su Iglesia por los sacramentos, que emanan de su plenitud (25). Por ellos hace participar a sus miembros en los misterios de la Muerte y de la Resurrección de Cristo, en la gracia del Espíritu Santo, fuente de vida y de actividad (26). Ella es, pues, santa, aun albergando en su seno a los pecadores, porque no tiene otra vida que la de la gracia: es, viviendo esta vida, como sus miembros se santifican; y es sustrayéndose a esta misma vida, como caen en el pecado y en los desórdenes que obstaculizan la irradiación de su santidad. Y es por esto que la Iglesia sufre y hace penitencia por tales faltas que ella tiene el poder de curar en sus hijos en virtud de la Sangre de Cristo y el Don del Espíritu Santo.
Heredera de las promesas divinas e hija de Abraham, según el Espíritu, por este Israel cuyas Escrituras guarda con amor y cuyos patriarcas y profetas venera; fundada sobre los apóstoles y transmitiendo de generación en generación su palabra siempre viva y sus poderes de pastores en el sucesor de Pedro y los obispos en comunión con él; asistida perennemente por el Espíritu Santo, tiene el encargo de guardar, enseñar, explicar y difundir la verdad que Dios ha revelado de una manera todavía velada por los profetas y plenamente por Cristo Jesús. Creemos todo lo que está contenido en la palabra de Dios escrita o transmitida y que la Iglesia propone para creer, como divinamente revelado, sea por una definición solemne, sea por el magisterio ordinario y universal (27). Creemos en la infabilidad de que goza el sucesor de Pedro, cuando enseña "ex cathedra" como Pastor y Maestro de todos los fieles (28), y de la que está asistido también el cuerpo de los obispos cuando ejerce el magisterio supremo en unión con él (29).
Esperanza de Unidad
7
Creemos que la Iglesia fundada por Cristo Jesús, y por la cual El oró, es indefectiblemente una en la fe, en el culto y en el vínculo de la comunión jerárquica. Dentro de esta Iglesia, la rica variedad de ritos litúrgicos y la legítima diversidad de patrimonios teológicos y espirituales, y de disciplinas particulares, lejos de perjudicar a su unidad, la manifiesta ventajosamente (30).
Reconociendo también, fuera del organismo de la Iglesia de Cristo, la existencia de numerosos elementos de verdad y de santificación que le pertenecen en propiedad y que tienden a la unidad católica (31), y creyendo en la acción del Espíritu Santo que suscita en el corazón de los discípulos de Cristo el amor a esta unidad (32), Nos abrigamos la esperanza de que los cristianos que no están todavía en plena comunión con la Iglesia única se reunirán un día en un solo rebaño, con un solo Pastor.
Creemos que la Iglesia es necesaria para salvarse, porque Cristo, el solo Mediador y Camino de salvación, se hace presente para nosotros en su Cuerpo que es la Iglesia (33). Pero el designio divino de la salvación abarca a todos los hombres; y los que sin culpa por su parte ignoran el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sinceridad y, bajo el influjo de la gracia, se esfuerzan por cumplir su voluntad conocida mediante la voz de la conciencia, éstos, cuyo número sólo Dios conoce, pueden obtener la salvación (34).
Creemos que la misa celebrada por el sacerdote, representante de la persona de Cristo, en virtud del poder recibido por el sacramento del Orden, y ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es el Sacrificio del Calvario, hecho presente sacramentalmente en nuestros altares. Creemos que del mismo modo que el pan y el vino consagrado por el Señor en la santa Cena se convirtieron en su Cuerpo y en su Sangre, que iban a ser ofrecidos por nosotros en la Cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo glorioso, sentado en el Cielo, y creemos que la misteriosa presencia del Señor, bajo lo que sigue apareciendo a nuestros sentidos igual que antes, es una presencia verdadera, real y sustancial (35).
La Transustanciación
8
Cristo no puede estar así presente en este Sacramento más que por la conversión de la realidad misma del pan en su Cuerpo y por la conversión de la realidad misma del vino en su Sangre, quedando solamente inmutadas las propiedades del pan y del vino, percibidas por nuestros sentidos. Este cambio misterioso es llamado por la Iglesia, de una manera muy apropiada, "transustanciación". Toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están desde ese momento realmente delante de nosotros, bajo las especies sacramentales del pan y del vino (36), como el Señor ha querido, para darse a nosotros en alimento y para asociarnos en la unidad de su Cuerpo Místico (37).
La existencia única e indivisible del Señor en el cielo no se multiplica sino que se hace presente por el Sacramento en los numerosos lugares de la tierra donde se celebra la misa. Y sigue presente, después del sacrificio, en el Santísimo Sacramento que está en el tabernáculo, corazón viviente de cada una de nuestras iglesias. Es para nosotros un dulcísimo deber honrar y adorar en la Santa Hostia que ven nuestros ojos al Verbo Encarnado a quien no pueden ver y que sin abandonar el Cielo se ha hecho presente ante nosotros.
El Reino de Dios no es de este Mundo
9
Confesamos que el Reino de Dios iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo no es de este mundo, cuya figura pasa, y que su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia o de la técnica humana, sino que consiste en conocer cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con más fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez más ardientemente al amor de Dios, en dispensar cada vez más abundantemente la gracia y la santidad entre los hombres.
Es este mismo amor el que impulsa a la Iglesia a preocuparse constantemente del verdadero bien temporal de los hombres. Sin cesar de recordar a sus hijos que ellos no tienen una morada permanente en este mundo, los alienta también en conformidad con la vocación y los medios de cada uno, a contribuir al bien de su ciudad terrenal, a promover la justicia, la paz, y la fraternidad entre los hombres, a prodigar ayuda a sus hermanos, en particular a los más pobres y desgraciados. La intensa solicitud de la Iglesia, Esposa de Cristo, por las necesidades de los hombres, por sus alegrías y esperanzas, por sus penas y esfuerzos, nace del gran deseo que tiene de estar presente entre ellos para iluminarlos con la luz de Cristo y juntar a todos en El, su único Salvador. Pero esta actitud nunca podrá comportar que la Iglesia se conforme con las cosas de este mundo ni que disminuya el ardor de la espera de su Señor y del Reino eterno.
Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de cuantos mueren en la gracia de Cristo, ya las que todavía deben ser purificadas en el Purgatorio, ya las que desde el instante en que dejan los cuerpos por Jesús son llevadas al Paraíso como hizo con el Buen Ladrón, constituyen el pueblo de Dios más allá de la muerte, la cual será definitivamente vencida en el día de la Resurrección cuando esas almas se unirán de nuevo a sus cuerpos.
Creemos que la multitud de aquellos que se encuentran reunidos en torno a Jesús y a María en el Paraíso forman la Iglesia del Cielo donde, en eterna bienaventuranza, ven a Dios tal como es (38) y donde se encuentran asociadas en grados diversos, con los santos ángeles al gobierno divino ejercido por Cristo en la gloria, intercediendo por nosotros y ayudando nuestra flaqueza mediante su solicitud fraternal (39).
Creemos en la comunión de todos los fieles de Cristo, de los que aún peregrinan en la tierra, de los difuntos que cumplen su purificación, de los bienaventurados del Cielo, formando todos juntos una sola Iglesia; y creemos que en esta comunión el amor misericordioso de Dios y de los santos escucha siempre nuestras plegarias, como el mismo Jesús nos ha dicho: pedid y recibiréis (40). De esta forma, con esta fe y esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.
¡Bendito sea Dios, tres veces santo! Amén.
Desde la Basílica Vaticana, 30 de junio de 1968.
Paulus PP. VI
Notas
(1) Cf. 1 Tim., 6,20.
(2) Cf. Luc., 22,32.
(3) Cf. "Dz. Sch." 3002.
(4) Cf. Ex., 3,14.
(5) Cf. 1 Jn., 4,8.
(6) 1 Tim., 6,16.
(7) Cf. "Dz. Sch." 804.
(8) "Dz. Sch." 75.
(9) "Dz. Sch." 75.
(10) "Dz. Sch." 150.
(11) Cf. "Dz. Sch." 76.
(12) Cf. :Dz. Sch." 76.
(13) Cf. "Dz. Sch." 251-252.
(14) Cf. "Lumen Gentium" 53.
(15) Cf. "Dz. Sch." 2803.
(16) Cf. "Lumen Gentium" 53.
(17) Cf. "Lumen Gentium" 53, 58, 61.
(18) Cf. "Dz. Sch." 3903.
(19) Cf. "Lumen Gentium" 53, 56, 61, 63; Pablo VI, "Aloc. en la clausura de la III Sección del Concilio Vat. II": AAS LVI (1964 1016); Exhort. Apost. "Signum Magnum", Introd.
(20) Cf. "Lumen Gentium" 62; Pablo VI, Exhort. Apost. "Signum Magnum", P. 1, n. 1.
(21) Cf. "Dz. Sch." 1513.
(22) Cf. Rom., 5,20.
(23) Cf. "Dz. Sch." 1514.
(24) Cf. "Lumen Gentium" 8 y 5.
(25) Cf. "Lumen Gentium" 7.11.
(26) Cf. "Sacrosanctum Concilium" 5,6; "Lumen Gentium" 7, 12, 50.
(27) Cf. "Dz. Sch." 3011.
(28) Cf. "Dz. Sch." 3074.
(29) Cf. "Lumen Gentium" 25.
(30) Cf. "Lumen Gentium" 23; "Orientalium Ecclesiarum" 2, 3, 5, 6.(31) Cf. "Lumen Gentium" 8.
(32) Cf. "Lumen Gentium" 15.
(33) Cf. "Lumen Gentium" 14.
(34) Cf. "Lumen Gentium" 16.
(35) Cf. "Dz. Sch." 1651.
(36) Cf. "Dz. Sch." 1642, 1651-1654; Pablo VI, Enc. "Mysterium Fidei".
(37) Cf. S. Th., III, 73,3.
(38) Cf. 1 Jn., 3,2; "Dz. Sch." 1000.
(39) Cf. "Lumen Gentium" 49.
(40) Cf. Luc. 10,9-10; Jn., 16,24.
(1) Cf. 1 Tim., 6,20.
(2) Cf. Luc., 22,32.
(3) Cf. "Dz. Sch." 3002.
(4) Cf. Ex., 3,14.
(5) Cf. 1 Jn., 4,8.
(6) 1 Tim., 6,16.
(7) Cf. "Dz. Sch." 804.
(8) "Dz. Sch." 75.
(9) "Dz. Sch." 75.
(10) "Dz. Sch." 150.
(11) Cf. "Dz. Sch." 76.
(12) Cf. :Dz. Sch." 76.
(13) Cf. "Dz. Sch." 251-252.
(14) Cf. "Lumen Gentium" 53.
(15) Cf. "Dz. Sch." 2803.
(16) Cf. "Lumen Gentium" 53.
(17) Cf. "Lumen Gentium" 53, 58, 61.
(18) Cf. "Dz. Sch." 3903.
(19) Cf. "Lumen Gentium" 53, 56, 61, 63; Pablo VI, "Aloc. en la clausura de la III Sección del Concilio Vat. II": AAS LVI (1964 1016); Exhort. Apost. "Signum Magnum", Introd.
(20) Cf. "Lumen Gentium" 62; Pablo VI, Exhort. Apost. "Signum Magnum", P. 1, n. 1.
(21) Cf. "Dz. Sch." 1513.
(22) Cf. Rom., 5,20.
(23) Cf. "Dz. Sch." 1514.
(24) Cf. "Lumen Gentium" 8 y 5.
(25) Cf. "Lumen Gentium" 7.11.
(26) Cf. "Sacrosanctum Concilium" 5,6; "Lumen Gentium" 7, 12, 50.
(27) Cf. "Dz. Sch." 3011.
(28) Cf. "Dz. Sch." 3074.
(29) Cf. "Lumen Gentium" 25.
(30) Cf. "Lumen Gentium" 23; "Orientalium Ecclesiarum" 2, 3, 5, 6.(31) Cf. "Lumen Gentium" 8.
(32) Cf. "Lumen Gentium" 15.
(33) Cf. "Lumen Gentium" 14.
(34) Cf. "Lumen Gentium" 16.
(35) Cf. "Dz. Sch." 1651.
(36) Cf. "Dz. Sch." 1642, 1651-1654; Pablo VI, Enc. "Mysterium Fidei".
(37) Cf. S. Th., III, 73,3.
(38) Cf. 1 Jn., 3,2; "Dz. Sch." 1000.
(39) Cf. "Lumen Gentium" 49.
(40) Cf. Luc. 10,9-10; Jn., 16,24.
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