Card. Koch: “El motu proprio es sólo el comienzo de este nuevo movimiento litúrgico”
Presentamos nuestra traducción de la relación del Cardenal Kurt Koch en el congreso sobre el motu proprio Summorum Pontificum que se ha celebrado en los pasados días en Roma.
“La reforma de la liturgia no puede ser una revolución. Ella debe intentar tomar el verdadero sentido y la estructura fundamental de los ritos transmitidos por la tradición y, valorizando prudentemente lo que está ya presente, los debe desarrollar ulteriormente de manera orgánica, yendo al encuentro de las exigencias pastorales de una liturgia vital”. Con estas iluminadas palabras, el gran liturgista Josef Andreas Jungmann comentó el artículo 23 de la constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II, donde son indicados los ideales que “deben servir de criterio para toda reforma litúrgica” y de los que Jungmann dijo: “Son los mismos que han sido seguidos por todos aquellos que con perspicacia han pedido la renovación litúrgica”. Diversamente, el liturgista Emil Lengeling ha afirmado que la constitución del concilio Vaticano II marcó “el fin del medioevo en la liturgia” y llevó a cabo una revolución copernicana en la comprensión y en la praxis litúrgica.
He aquí mencionados los dos polos interpretativas opuestos, que constituyen el punto crucial de la controversia desarrollada en torno a la liturgia después del concilio Vaticano II: ¿la reforma litúrgica postconciliar debe ser tomada a la letra y entendida como “re-forma” en el sentido de una restauración de la forma originaria y, luego, como una ulterior fase dentro de un desarrollo orgánico de la liturgia, o bien esta reforma debe ser leída como una ruptura con la entera tradición de la liturgia católica e incluso la ruptura más evidente que el Concilio haya realizado, es decir, como la creación de una nueva forma?. El hecho de que los padres conciliares entendieran la reforma sólo en el sentido de la primera afirmación ha sido profundamente mostrado sobre todo por Alcuin Reid. Sin embargo, en amplios círculos dentro de la Iglesia católica se ha impuesto cada vez más la segunda interpretación, que ve en la reforma litúrgica una ruptura radical con la tradición e intenta incluso promoverla. Este desarrollo condujo, en la comprensión y en la praxis litúrgica, a nuevos dualismos.
Es cierto que el motu proprio podrá hacer realizar pasos adelante en el ecumenismo sólo si las dos formas del único rito romano en él mencionadas, es decir, la ordinaria de 1970 y la extraordinaria de 1962, no sean consideradas como una antítesis sino como un mutuo enriquecimiento. Ya que el problema ecuménico se encuentra en esta fundamental cuestión hermenéutica.
Un primer dualismo afirma que antes del Concilio la Santa Misa era entendida sobre todo como sacrificio y que después del Concilio ha sido redescubierta como cena común. En el pasado se ha hablado naturalmente de la Eucaristía como de un “sacrificio de la misa”. Hoy, sin embargo, este aspecto no sólo es menos conocido sino que ha sido incluso dejado de lado o sencillamente olvidado. Ninguna dimensión del misterio eucarístico se ha vuelto tan discutida después del concilio Vaticano II como la definición de la Eucaristía como sacrificio, sea como sacrificio de Jesucristo, sea como sacrifico de la Iglesia, al punto de que existe el peligro de que un contenido fundamental de la fe eucarística católica pueda terminar completamente en el olvido. Contra tal dualismo, el Catecismo de la Iglesia Católica mantiene unido lo que es inseparable: “La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor”.
Un ulterior dualismo en torno al cual tiende a polarizarse la visión de una liturgia preconciliar y de una liturgia postconciliar sostiene que, antes del Concilio, era sólo el sacerdote el sujeto de la liturgia mientras que, después del Concilio, la asamblea ha sido elevada al rol de honor de sujeto de la celebración litúrgica. Ciertamente, es indiscutible que, en el curso de la historia, el rol originario de todos los fieles como co-sujetos de la liturgia ha ido poco a poco menguando y que el oficio divino comunitario de la Iglesia primitiva, en el sentido de una liturgia que veía partícipe a toda la comunidad, ha asumido cada vez más el carácter de una misa privada del clero. La existencia de una continuidad de fondo entre la antigua liturgia y la reforma litúrgica puesta en marcha por el concilio Vaticano II brilla por la visión amplia y profundizada por la constitución litúrgica, según la cual el culto público integral es ejercido “por el cuerpo místico de Jesucristo, es decir, por la cabeza y por sus miembros” y toda celebración litúrgica debe ser considerada, por tanto, como “obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia”. El Catecismo agrega luego: “algunos fieles son ordenados mediante el sacramento del Orden para representar a Cristo como Cabeza del Cuerpo”.