martes, 14 de septiembre de 2010

Teologías deicidas - Pbro. Dr. Miguel A. Barriola

Teologías deicidas
Pbro. Dr. Miguel A. Barriola


Sobre el libro de Horacio Bojorge, Teologías deicidas. El pensamiento de Juan Luis Segundo en su contexto. Ediciones Encuentro, Madrid 2000, 380 págs.


“Todo el que desee interiorizarse en un pensamiento, que tuvo vasta repercusión entre los católicos uruguayos, en Latinoamérica (sobre todo en el gran amigo de Segundo, G. Gutiérrez) y otras latitudes, debería compararlo con las réplicas que se encuentran en el cuidadoso estudio de Bojorge, para poder apreciar una trayectoria, más allá de meras simpatías, aplicando el oído también a otras campanas”.

A cuatro años del fallecimiento de Juan Luis Segundo, jesuita y fecundo escritor uruguayo, Horacio Bojorge, miembro también de la Compañía, oriundo del mismo país, y autor de numerosas publicaciones, ofrece en la obra que presentamos, un cuidadoso y cabal análisis de las principales posturas teológicas de su cofrade.

Además de la amplia producción de Segundo, editada en Uruguay, Sudamérica, EE. UU. y Europa, es asimismo conocido el aplauso y aprobación con que ha sido elogiada por tradicionales adversarios de la Iglesia católica, especialmente en Montevideo.

El hecho podría ser saludado como un relevante logro “ecuménico” después de superar proverbiales distanciamientos. De tal forma Segundo habría hecho triunfar al diálogo sobre el anatema.

No es tal la consecuencia que se desprende al leer el estudio crítico de Bojorge, que, desde el mismo título, está indicando que la “teología”, como se la suele entender en la tradición católica, ha sido transmutada de tal forma por Segundo, que acabó desfigurándose en un afán autodestructor, “suicida”, por haber llegado a ser “deicida”, es decir: tergiversador de su mismo objeto de reflexión: Dios.

Es que el diálogo se torna amorfo, cuando alguno de los interlocutores de tal modo anhela mimetizarse con el otro, que va perdiendo los contornos propios. En efecto, por querer congraciarse con los demás, es frecuente que se ceda tanto a los gustos provenientes de tiendas diferentes, que se evapora la solidaridad con las propias filas.

Lamentablemente es lo que Bojorge (con muchos otros, ampliamente citados en “Teologías deicidas”) patentiza con innumerables ejemplos tomados de las obras que somete a revisión.

De la reflexión de Segundo, expresamente dirigida a “creyentes en crisis” o “ateos en busca de Jesús” (sin abandonar su incredulidad), surge tanto la preocupación muy evangélica de llegar a los alejados del rebaño cristiano o católico, como, simultáneamente, en este caso, un hiriente menosprecio para con lo más sagrado y medular de la fe a la que dice adherir.

El primer intento no arrastra consigo inexorablemente al segundo, pues, de lo contrario, habría que entonar el requiem para todo intercambio fructuoso. El hecho es que el talante con que Segundo acomete la empresa desencadenó un terremoto para las bases de la fe, que decía representar.

Encandilado por el “siglo de las luces”, enredado en el mito del oscurantismo medieval (deglutido sin la menor reserva), enrolado tras el subjetivismo kantiano, rendido cultor de “la modernidad” y hasta de sus métodos más chirles, producidos por las híbridas amalgamas del “modernismo cristiano”, terminó Segundo rindiéndose ante el cambiante ídolo de la historia, cuyo último avatar, durante su vida, fue el marxismo, también ampliamente bienvenido en su horizonte.

El autor uruguayo echó al olvido la certera visión de otro gran “dialogante”, en contacto con diferentes corrientes del pensamiento, pero dotado igualmente de osatura propia, Romano Guardini, quien terciaba con todos, sólo que sin jamás desdibujar el perfil católico. Y bien, el teólogo ítalo–germano tuvo la valentía de escribir en algún lugar: “La Iglesia nunca podrá estar de moda, porque las modas pasan, pero ella no”.

Bojorge fotografía con acierto el ánimo diametralmente opuesto de Segundo, cuando escribe: “El olvido de la filosofía del primado del ser y la costumbre de dar por descontado su caducidad, sin necesidad de pruebas, han sido la causa de que hoy, bajo el influjo del marxismo y del neoiluminismo, la idea de revolución contrapuesta a las de conservador, reaccionario o restauracionista, haya sido elevada al rango de categoría filosófica, hasta el punto de sustituirse de hecho a las de «verdadero» y «falso». Hoy es más importante que una cosa sea actual a que sea verdadera. La pregunta es si «está de moda» o si «ya fue»” (201 – 202).

La perspicacia, profundidad y riqueza de los sondeos de Bojorge son tales, que no consienten a una reseña más que un somero subrayado de los frentes más notorios, invitando a los futuros lectores a no privarse de una confrontación seria y abundante en penetrantes radiografías, que sacan a la luz artimañas y sofismas ocultos detrás del estilo brillante de Segundo.

Este no hace otra cosa que exacerbar las posturas modernistas, ya ampliamente denunciadas y condenadas por San Pío X. En tal perspectiva, la fe no sería adhesión a una propuesta objetiva, que proviene desde el exterior, del mismo Dios, sino la modulación cambiante del sentimiento religioso interno.

Llegando al fondo de este “actualísimo” rebrotar de algo tan antiguo como Heráclito (ver: 163), Segundo exterioriza su alergia contra la “filosofía perenne” (161), aclarando, por eso mismo que las categorías de pensamiento que empleará “no procederán de la ingenua creencia de que tales filosofías durarán más que otras o serán perennes” (177, n. 23).

Ante tales malabarismos, surge irrefrenable el asombro: ¿a qué fin, entonces, ofrecer algo tan efímero y sobre todo, para qué acudir a Hegel (como lo hace con rendida admiración Segundo), cuando el pensador alemán, con “modestia «muy» aparte”, afirmó que la filosofía estaba llegando en la suya al fin de la evolución del Espíritu absoluto (161 y 177, n. 24)?.

No obstante, y, superando toda lógica, Segundo aspira a que su acción lo sobreviva en sus obras (156). Inevitablemente, se pregunta uno cómo podrá realizarse tal deseo, luego de haber rendido constante culto a “Jrónos”, el dios voraz de sus propios hijos.

Desde semejante núcleo, condimentado con atuendos gnósticos, se pasa revista a diferentes convicciones cristianas y católicas, a las que no se arroja por la borda, aunque se las vacíe de su contenido esencial, para rellenarlas con otros más digeribles para el mítico “hombre de hoy”(224 – 228).

Sirva de ejemplo la “infalibilidad” del magisterio eclesial. Reeditando posturas de H. Küng (145), Segundo ve la inmunidad de error, con que el Espíritu asiste los pronunciamientos doctrinales, no en que sus contenidos estén exentos de error, sino en que, a pesar de yerros patentes a lo largo del camino, se sigue buscando (72 – 73).

En tal caso, ¿en qué se diferenciaría esta tarea de la común y corriente, llevada a cabo en todo tipo de pedagogía?. Y, desde lo más hondo, aflora la sospecha: ¿cómo se explican, en tal caso, las solemnes promesas de Cristo acerca del acompañamiento “divino”, diverso de la providencia general, si no es posible percibir en la historia del dogma un resultado cualitativamente superior al de cualquier otro procedimiento de investigación?.

A propósito, se nos vuelve imperioso señalar al lector el paciente y sagaz desenmascaramiento llevado a cabo por Bojorge sobre un texto, donde Segundo descarga su acibarado descrédito contra un pronunciamiento de S. Pío X, que, tal como él lo presenta, fuera de su trama más amplia y, hasta falsificando frases, repugnará a los esprits forts, que repudiarán al papa y aplaudirán al valiente profeta “católico” que se le opone. Segundo llega al colmo de presentar como “despótico” el acto pontificio que aboga por la libertad de la Iglesia francesa. Similares “posturas valientes”, a costa de manipulaciones varias, saca a la luz Bojorge en la apreciación que Segundo brinda del Syllabus del beato Pío IX (119 – 122). En referencia, a este mismo acto magisterial y con muy buen tino, trae Bojorge a colación los comentarios de otro ilustre uruguayo, Mons. M. Soler, mucho más “actual” y centrado que las “sospechas modernas” de Segundo.

Hoy en día, cuando casi nadie lee, ni se entrega al arduo trabajo de cotejar fuentes, la ayuda que aporta Bojorge es un bienvenido entrenamiento, para que una sincera confrontación, alejada de juegos de sensibilidades heridas, capillismos, o cultos de personalidad, disponga de instrumentos aptos para poder guiarse con conocimiento de causa y no sólo a fuerza de golpes propagandísticos. Ya muchos habían advertido que, para calibrar el modo en que Segundo utiliza los textos, es siempre aconsejable consultar “todo” el contexto.

Parecida fluidez fofa y acomodaticia atribuye el autor uruguayo a la misma Sagrada Escritura: ”Hoy hemos tomado conciencia – insiste Segundo - de que la expresión de la fe (y la Biblia en cuanto expresión de la fe) no se agota con una determinada concepción del universo y del hombre”(255).

Lo impreciso de la afirmación es desarmante, porque nadie negará la existencia de material condicionado por las distintas épocas en la Escritura, pero, en ningún momento se notifica sobre la presencia de hitos salientes e insuperables en la historia de la salvación. Los siglos caducos, albergan no menos en su seno a “la plenitud de los tiempos”(Gál 4, 4), en la que Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, para cambiarnos en “hijos de Dios”. También en la historia transitoria se dio a conocer la revelación que no perece: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24, 35).

Ante tales posturas da que pensar este párrafo de Bojorge: “Del manejo que hace Juan Luis Segundo de la autoridad de la Escritura y del Magisterio, puede decirse lo que dijo el rabino Abraham Heschel a un grupo de teólogos en una conferencia sobre el futuro de la teología: «Siempre me ha resultado intrigante lo muy apegados que parecen estar ustedes a la Biblia y cómo la manejan luego igual que los paganos. El gran desafío para aquellos de nosotros que queremos tomar la Biblia en serio, es dejar que nos enseñe sus categorías esenciales propias; y después, pensar nosotros con ellas, en lugar de pensar acerca de ellas»” (62 y 70, n. 42). De ahí que merezcan una reflexión a fondo las más que justas reservas de Bojorge a los conceptos de Segundo sobre “revelación”, “inspiración” y “hermenéutica”(71 – 77).

Munido de un instrumental tan acomodaticio, aborda Segundo temas centrales de la fe cristiana, como Cristo y su Iglesia.

En cuanto a Jesús, habría que preocuparse más bien por “los valores” que aporta y no tanto de su persona misma. Por enésima vez, se delata aquí también, la desazón de Segundo ante la fe cristiana, a la que califica de “idolatría”, aún cuando llegase a confesar a Cristo como Mesías y Dios, en caso de que no se la “justifique”por su incidencia en los urgentes cambios sociales. ¿Es tan descabellado pensar en que lo uno ha de ir unido a lo otro, sin necesidad de una disyuntiva excluyente?. ¿Tendrá todavía algún sentido para el “cristiano adulto”, propiciado por Segundo, la pregunta de Jesús: “¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si pierde su vida?”(Mt 16, 26)? (237; 292 – 293). ¿Goza de algún valor la entrega de los mártires a la muerte, sin haber obtenido cambio alguno, sociológicamente hablando, durante tres trágicos siglos?.

Segundo llega a sentenciar: “¿Qué nos separa del ateo que busca sinceramente?. Nada” (361). Bojorge somete aquí a exigente discernimiento las acrobacias de Segundo, que cree poder cubrirse con comentarios del mismísimo Agustín. Asistimos a una supersimplificación, pues, si lo único que interesara al cristiano fuera la revolución política intramundana, vaya y pase tamaña afirmación. Pero, en tal caso, se ha distorsionado monstruosamente al evangelio, achatándolo a ras del suelo. Sólo la vida eterna relativiza tanto el ansia desmedida e injusta de riqueza, como litigios que tengan por base aunque sea una pequeña herencia (Lc 12, 13 - 21).

Otro tema deficitario desde siempre en la producción de Segundo ha sido su aproximación al ser, función y misterio de la Iglesia. Es digna de todo elogio su insistencia en la voluntad salvífica universal de Dios. Pero el hecho es que el mismo Señor de la historia dispuso que tal beneficio fuera distribuido a través de la Iglesia.

Acuciado por el panorama de tantos millones, antes y después de Cristo, que jamás han tenido idea del “medio de salvación eclesial”, echa mano a un concepto de Iglesia que roza el gnosticismo (313 y ss.). Los cristianos están fatalmente condenados a ser una ínfima minoría, lo cual no quitaría que “masas” y ”multitudes” obtengan igualmente el fruto de la redención de manera implícita, sin percatarse de ello, a fuerza de pura buena voluntad y dentro de los esquemas del “cristianismo anónimo” según K. Rahner, que Segundo lleva a consecuencias inaceptables.

En “pura lógica” (giro frecuentísimo en la pluma de Segundo), dado que ya todo el mundo puede orientarse hacia la salvación, la función de la Iglesia, comunidad esencialmente restringida, no será partir en busca de otras ovejas para el único redil (Jn 10, 16), con el fin de que se salven (Mt 28, 19 – 20; Mc 16, 16), sino la de “pensar” expresamente lo que viven grosso modo las muchedumbres.

Bojorge pone de manifiesto contradicciones patentes que de ahí se siguen, dentro del sistema mismo de Segundo y, sobre todo, comparando su enfoque de Iglesia con el de Cristo y el del Magisterio, especialmente en el Vaticano II.

Así, por ejemplo, concediendo generosamente fermentos inconscientes de salvación a las inmensas mayorías, por otro lado no puede ocultar su visceral aristocratismo, acompañado siempre de su inseparable sombra: la desconfianza ante actitudes “populares”. Apunta Bojorge al respecto: "Es posible considerar con un cierto humor que Juan Luis Segundo, al que hemos visto dispuesto a sacrificar la identidad de la Iglesia en aras de elastizar sus fronteras para que la Humanidad entera pudiese considerarse Iglesia salvada sin necesidad de imposibles conversiones, haya sido un pensador elitista y reticente frente a «las masas»".

El carácter elitista de su doctrina es un rasgo, derivado del anterior, que denota el talante de su pensamiento: el menosprecio de los creyentes poco instruidos, su prejuicio contra lo que él llama «el cristiano común», el desprecio de la plebe y el esfuerzo por crear una élite ilustrada, instruida, que sería la verdadera Iglesia minoritaria, la cual resultaría hostil a la tradición así como prescindente y aun opuesta al Magisterio establecido por Cristo.

Juan Luis Segundo no demuestra tener mayor esperanza en el futuro de la Iglesia «pueblo de Dios». Subyace a su pensamiento una visión negativa de la Iglesia tal como es – y a la que él suele referirse con nombres que a todas luces no parecen serle simpáticos: «institución», «jerarquías eclesiásticas», «mayorías cuantitativas» -. Juan Luis Segundo parece ser portador de una profecía sombría acerca del futuro, numérico e histórico de la Iglesia como pueblo multitudinario, que es decir: humanidad futura. Esta desesperanza se nutre de un juicio negativo acerca de la vida de fe del pueblo católico (315 – 316).

Un severo y acertado diagnóstico frente a tal visión de Segundo, animada de un distante desdén por los amores más entrañables del pueblo cristiano, sencillo, pero favorecido por la oración exultante de Cristo (Mt 11, 25 – 30; Lc 10, 21 – 22) por los “pequeños”, es el que desarrolla Bojorge, al desentrañar los juicios y presupuestos con los que Segundo menosprecia y tergiversa la devoción de los indígenas mexicanos a Ntra. Sra. De Guadalupe (33 – 34; 189; 323).

Igualmente oportuna es la ajustada exégesis a que Bojorge somete la escena del “juicio de las naciones” (Mt 25, 31 – 46), verdadero y perpetuo “caballito de batalla” en la estrategia argumental de Segundo (desde 1962), para sostener su generosa oferta de salvación secularista a “todo buen ateo”, con tal que dé cauce a sus propensiones filantrópicas, sin preocupación alguna por confesar a Cristo expresamente en el seno de su esposa, la Iglesia (77 – 91).

En conclusión, aconsejamos vivamente la lectura atenta y reposada de los sondeos críticos de Bojorge. Son fruto de un trabajo leal, a la vez que doloroso, ya que se trata de la caudalosa producción de un hermano suyo en la Compañía de Jesús. Obra, además, ampliamente celebrada y aplaudida por renombrados centros políticos montevideanos, proverbialmente prevenidos frente a Iglesia católica.

Pero, Bojorge no se deja apabullar. Por eso finaliza con el célebre proverbio: “Amicus Plato, sed magis amica veritas”, que aboga por la solidez objetiva, antes que por acuerdos basados en la mera fascinación personal; de modo que, si es saludable el “diálogo” con posiciones diferentes, el supuesto básico de tales intercambios ha de ser siempre la propia identidad, lealmente aceptada y propuesta, so pena de someter a engaño al interlocutor, que podría figurarse, en este caso, que “toda la Iglesia” está representada por los tonos halagüeños de “este” concreto individuo. Y, si bien Segundo no esconde sus sarcasmos contra las “cúpulas eclesiales”, quienes los secundaron con sus más que benignos “imprimatur”, no menos estuvieron ilusionando a los de otros frentes, como si las posturas que apoyaron o toleraron en Segundo fueran las genuinas de la Iglesia toda.

Segundo escribió copiosamente en una revista llamada “Perspectivas de Diálogo”; pero poco y nada entró en conversación con quienes discreparon con sus tesis, al sentirlas como gravemente atentatorias contra el meollo mismo de la fe (116; 333 - 334). Se desentendió del Magisterio, al que ha de obedecer todo miembro de la Iglesia, como él pretendió serlo, dada su condición de sacerdote y jesuita. Bojorge muestra con referencias múltiples, no sólo hasta qué punto Segundo desoyó frecuentes llamadas al orden del mismo Prepósito General de la Compañía de Jesús, el P. Pedro Arrupe, sobre la incompatibilidad entre marxismo y fe cristiana y la tarea de los jesuitas (132 y 135; 140 – 145), sino que señala también la inaudita pretensión de concebir a “su” teología como “falsa”, si era verdadera la del Magisterio (131) empeñándose, acto seguido en demostrar lo contrario, a saber, que Ratzinger (y no sólo él, pues fue refrendado por el Papa) ha sido el equivocado, mientras que “su” teología estaba en lo acertado. Emerge ahí una vez más el ansia de protagonismo elitista de este escritor.

También Pablo fue un “excepcional” y nadie como él dialogó con los extraños. Sólo que bien tuvo cuidado, simultáneamente, de confrontar su evangelio con los apóstoles anteriores a él (Gal 2,2), anunciando al mundo, no la cambiante historia, sino haciendo constar que “tanto ellos como yo predicamos lo mismo” (I Cor 15, 11), preguntando igualmente a quienes se tenían por cristianos “fuera de serie”: “¿Acaso la palabra de Dios ha salido de vosotros o sois los únicos que la habéis recibido?” (ibid., 14, 36). El se “hizo todo a todos”, pero “para ganarlos a Cristo” (I Cor 19 – 23), no sólo a sus “valores”.

Finalmente, ¿será un acto poco caritativo desenterrar doctrinas de un difunto, que no puede defenderse, para señalar minuciosamente sus graves deficiencias?.

Ya durante su vida muchos apuntaron reparos dignos de nota al pensamiento de Segundo. Ahora se los reitera, con mayor perspectiva y en visión de conjunto, con el fin de advertir a los creyentes ante una posible apoteosis póstuma, que se ha venido dibujando fuera y dentro de la Iglesia (especialmente en Uruguay y en miembros destacados de la Compañía en dicho país). Bojorge alerta sobre los riesgos, que podrían seguirse de tales peligrosas apologías, apoyado por el mismo General actual de los jesuitas Peter Hans Kolvenbach (13 – 22).

Más bien, entonces, nos encontramos con un apreciable gesto de atención pastoral para con el pueblo cristiano, alertándolo ante trampas muy sutilmente amañadas, que inducirían a un enfriamiento de la fe católica.

Por otra parte, si bien no se ha de perturbar la paz de los difuntos, la Iglesia nunca vaciló en revisar y corregir obras de célebres cristianos ya desaparecidos. Así, la controversia que finalizó con la condenación de varias tesis teológicas de Orígenes, fue posterior a su muerte. Las censuras al obispo Jansenio tuvieron lugar después de su fallecimiento. Y, recientemente, la advertencia sobre peligrosas y nebulosas posiciones de otro jesuita (Anthony De Mello), salió a la luz cuando su autor había ya pasado a mejor vida.

Culminamos esta reseña con la convicción de que, todo el que desee interiorizarse en un pensamiento, que tuvo vasta repercusión entre los católicos uruguayos, en Latinoamérica (sobre todo en el gran amigo de Segundo, G. Gutiérrez) y otras latitudes, debería compararlo con las réplicas que se encuentran en el cuidadoso estudio de Bojorge, para poder apreciar una trayectoria, más allá de meras simpatías, aplicando el oído también a otras campanas.


Fuente: Soleriana (Revista de la Facultad de Teología del Uruguay 'Mons. Mariano Soler') - Año XXVII - Nº 18 - (2002/2, Julio - Diciembre) págs. 263 -269.





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