lunes, 23 de abril de 2018

Santidad Clase Media

Cuando los santos vienen reptando


Magnífico artículo comentando la Exhortación Apostólica «Gaudete et exsultate» (GE) del Papa Francisco «sobre el llamado a la santidad en el mundo actual», realizado por un colaborador del Blog amigo “Wanderer”.


“¡Buscad las cosas de Arriba!”
Colosenses 3, 1.

El reciente documento Papal (GE) es objetable en un sinfín de aspectos y de un sinfín de maneras. Su horizontalismo, su terrenismo, su mirada asfixiada y asfixiante en el círculo sin salida del hombre y sus minúsculos avatares temporales, la sistemática devaluación de nuestra Fe, la apología de lo mediocre pueden ser ejemplificados con gran número de frases extraídas de la penosa Exhortación. Errores sutiles o burdos se han ido marcando y se seguirán haciendo en el correr de estas semanas. Citas trampeadas de san Agustín, san Buenaventura, santo Tomás han sido de inmediato denunciadas y desenmascaradas en su vil manipulación: recortadas, mochadas al mejor estilo Viganò. Y así, muchas otras falacias del texto están siendo cuidadosa y minuciosamente explicadas en diversos medios.

También se ha manifestado ya (a riesgo ya de caer en tautológicas trilladuras) lo banal del estilo simplista, minimalista, trivial e insípido. No es justamente un texto (¿hará falta decirlo?) que encienda los corazones en el fervor gallardo, que enardezca a los desmotivados jóvenes a librar feroz batalla en favor de la santidad ni nada semejante. No es precisamente un texto que hinche los pulmones, empañe los ojos y mueva el alma a lanzarse de lleno a la locura de la santidad. La épica no es su fuerte. Muy por el contrario, se esmera en Pontífice, desde el primer renglón hasta el último, en mantener intacta su caligrafía (esa letra diminuta) con que vindicar la mediocridad.

De Francisco hubiera dicho Chesterton: enarbola la sencillez, que es un pomposo nombre para la moderación, que a su vez es un nombre elegante para la mediocridad.

Y esto, más que en tal o cual frase puntual del texto, hay que descubrirlo en su clima general, su atmósfera; insistamos: en su caligrafía. Aquí sabe más el buen paladar que el aceitado silogismo. Pues se trata de eso: de un sabor, un inefable sabor pastoso, terroso, arcilloso, sin reminiscencias ni a la Roca ni al Agua ni al Fuego, que son los precursores de todo lo que sabe a Dios. Además, dirían los enólogos, es un vino “corto”, que se apaga en la boca de inmediato.

Disculpen lo extremadamente analógica de la descripción, pero no es fácil acertar en los términos cuando de “esto” se trata…

Hay algo paradojal en el estilo verbal de Francisco; algo así (si se me permite) como un contra-Kells. Si era asombrosa la proeza de las iluminaciones medievales, que lograban en una sola letra meter tanto arte, tanta belleza, tanta verdad… aquí el fenómeno es inverso (y no por eso menos asombroso): que pueda decirse tan poco con tantas palabras. O incluso más: que pueda decirse la misma nada inerte de un modo tan facundo y ampuloso.

Pero hay dos cosas apenas más asibles que esto del “clima y sabor general” que vale la pena intentar poner entre vidrios para concienzuda biopsia. Pues son dos masas malignas que no sólo molestan allí donde se dan, sino que (por el lugar neurálgico en que están ubicadas) corren el tremendo riesgo de generar una metástasis general en poco tiempo.

Urge biopsia. Urge cirugía. Urge extirpar. Y (lo siento mucho) urge luego un largo tratamiento agresivo que garantice la salud.

Un asunto es la distorsión del vínculo entre el amor a Dios y al prójimo; entre el primero y segundo mandamiento. Y la otra cuestión es el achicamiento, la enanificación de la santidad.

Para lo primero puede ser de provecho partir de una cuestión muy colateral: sabido es por todos lo que el papa aborrece la teoría económica del derrame o rebalse. Esa que insiste en que la sociedad crece en su nivel de vida de arriba hacia abajo y no al revés. Mi ignorancia en esta materia es supina de modo que no opinaré al respecto (y aunque lo hiciera, está claro que el asunto debe ser opinable y para nada dogmático) pero sí me atrevo a notar que esa misma objeción es la que Francisco aplica ahora a la caridad. Y en este caso sí es dogmática la sentencia que afirma la “teoría del derrame”.

¿Qué significa esto? Que la Teología de los Padres, de la mejor Escolástica y el Magisterio completo, fundados en las Sagradas Escrituras, afirman con claridad y vehemencia que el amor a Dios es la única fuente de toda Caridad, y que en la medida que este amor se arraiga en el creyente, y se cultiva y se custodia y se riega y abona y se desarrolla… produce frutos de amor fraterno, de amor al prójimo. Y que esto no funciona de modo inverso. Por más que uno subsidie e inyecte un flujo de filantropía macanuda en la base del sistema, esta sensibilidad social no sube por capilaridad hasta irrigar el amor a Dios.

El supuesto “protocolo” del Juicio de Mateo XXV, por un lado no puede ser aislado del resto de las Escrituras al mejor estilo Protestante, y más allá de eso, analizado solo tampoco arroja esta astringida resolución de la santidad en el amor al prójimo. Lo que allí se plantea es que ese amor a Dios sobre todas las cosas (y todas las personas y todos los pobres y todos los hambrientos y todos los presos y enfermos y todos los vagabundos y todos los inmigrantes), ese amor se manifiesta (como la causa se muestra en sus efectos) en las obras de misericordia.


Por eso dirá santo Tomás que la virtud de Religión (aquel hábito a cultivar por encima de todo hábito: el hábito de religarse al Señor, de vincularse a Él en un trato asiduo, íntimo, profundo, creyente, agradecido, compungido, leal, amoroso), que esa virtud es mayor a todas las virtudes humanas. Es el sarmiento injertado en la vid verdadera de Jn XV.

Ciertamente quien dice que ama a Dios y odia a su hermano es un mentiroso (1Jn IV, 20): no es cierto que ame a Dios, pues el fruto no cae lejos del árbol y por los frutos es que se conoce de nosotros el Amor de Dios derramado en nuestros corazones. Y no porque el amor al hermano sea el amor a Dios, como se intenta instalar.

A tal punto esto es así que la sana Teología insistirá en algo escalofriante para los filántropos: que el hombre, el prójimo, no es lícito amarlo por él mismo, sino por efecto rebote, porque Dios lo ama, o por el Dios que lo habita. Por “derrame”. No dice el protocolo: “aquel pobre tuvo hambre y no le diste de comer” sino “Yo tuve hambre y no Me diste de comer… en el pobre”.

Por eso, quien sirve a su hermano sin amor a Dios, es un mentiroso, vive enfangado en la más rastrera mentira.

Cuando el Evangelio avisa que el segundo mandamiento es “semejante” al primero (Mt XXII, 34), emplea un término muy preciso: no dice que sea igual, que sea convertible, que sea lo mismo: semejante es la expresión y es muy elocuente, pues nos remonta sin escalas a la creación misma del hombre, que no es Dios sino una hechura Suya, semejante a su Autor.

Incluso el texto de la Carta de Santiago (tan manipulada) respecto a la Fe con o sin obras (Sant II, 18), apunta exactamente a lo mismo: las obras “muestran” la Fe, que es la que en verdad vale; las obras son el epifenómeno de ese divino Fuego derramado en nosotros.

No son el Fuego, sino su calor; no son el Sol sino su resplandor.

Aún muy lejos de la santidad, esta experiencia del “derrame” la hemos tenido todos: ¿quién no ha experimentado, en primera persona, el modo concretísimo en que esa Lectio divina bien hecha, ese Rosario rezado con fervor, esa Hora de Adoración eucarística redundara en la calidad de mi paciencia, de mi afabilidad, de mi generosidad, de mi servicialidad? ¿Quién no ha experimentado alguna vez cómo, cuando crece por la plegaria el amor a nuestro Señor, el corazón enamorado se ensancha, se enciende, se aligera y ocurre el milagro: todo cuanto lo rodea cobra otro cariz, desde el color de los árboles hasta el rostro del mendigo…

Llama la atención que un documento extenso y minucioso sobre la santidad no mencione siquiera una sola vez ni a la Lectio divina, ni al Rosario ni la Adoración eucarística… ni a la Misa y Confesión siquiera. Y no es que las mencione poco, o sin ponerlas en el debido centro… no, no: directamente están ausentes.

Para ser más exactos, en verdad, una sola vez en todo el documento menciona el valor de la oración, la Misa, la confesión, los sacrificios, la devoción y la dirección espiritual: los menciona a todos juntos en el nº 110, para avisar que no hablará de ellos.

Escalofriante.

Invertir el orden interno del Mandamiento del Amor, o peor aun, absorber y reducirlos ambos en el segundo es, de algún modo, la madre de todos los males y deformaciones que se están operando. De allí se sigue la persecución y el fustigue de cuantos se “obsesionan” (sic) por cuidar la Liturgia, los que buscan el insano (sic) beneficio del silencio, los que, poniendo los ojos en blanco, rezan “mucho” (sic) cuando no hace falta que sea tanto… generando con estas prácticas un descuido del pobre e indigente.

Imposible es no recordar a Judas, ladrón en infinidad de sentidos, cuando objeta el nardo vertido con amor sobre los Pies del Señor, siendo que con esa plata podría haberse ayudado a un montón de pobres (Jn XII, 5). Y no menos, en la otra escena de Betania (Lc X, 38), caso único (un auténtico hápax) en que el Señor, al corregir, llama dos veces por su nombre a la persona corregida (Marta, Marta), al notar la molestia de la mujer por la primacía del Primer Mandamiento por sobre el segundo.

Hasta ahí, el primer problema. El primer tumor.

Lo segundo tiene que ver con la fisonomía de la santidad. Seguimos (no huelga avisarlo) parados sobre el epicentro mismo de nuestra Fe, de nuestra identidad cristiana. ¿Qué es un santo? Responder a esto no es periférico sino dar en el blanco del paradigma del discípulo de Jesús.

Y la Iglesia, por dos mil años, recibiendo como un ascua encendida las palabras mismas del Maestro, nos ha transmitido el ideal de santidad con temor y temblor, en una certeza abisal de estar proponiendo un “imposible para los hombres” (Mt XIX, 26). La Iglesia, no sin vértigo, ha repetido sin ambages lo que a su vez recibió: sed perfectos como Dios (el Padre) es perfecto (Mt V, 48).

Y ha erigido este ideal, esta meta, esta cumbre del monte, avisando que el desafío es para todos, la propuesta es para todos, aunque sean muy pocos los que en verdad alcancen la cima. No dice por eso que quienes no alcancen la cima queden descalificados. En absoluto. Pero pocos llegan propiamente a la cumbre. Y esto no desanima: a todos nos hace bien que la meta sea alta, incluso inalcanzable, pues (como enseñaron tantos) el arco ha de lanzar la flecha bien alta, a sabiendas de que en el recorrido declinará su trayecto.

Los santos, en su impresionante luminosidad, en su majestuosa gloria, en el admirable heroísmo, incluso en la sensación que nos provocan de “imposible” para nosotros, es que nos atraen y alientan hacia la meta.

El tremendo y garrafal error del Documento pontificio consiste en hacer todo lo contrario: en abajar la santidad, en achicarla y acercarla, en avisar que los santos tampoco es que fueran tan, tan… “perfectos” (sic)… y en re-proponernos la santidad recalculando el tiro, que ya no ha de apuntar hacia la cima inaccesible, sino a una altura media, lógica, normal. Como si dijera: no trates ya de apuntar tan alto, tan alto; no darás a la caza alcance; apunta bajo, a la casa del vecino, a ser medianamente buenazo, “un buen tipo” (sic), que lo otro es historia pasada de gnósticos y pelagianos.

El problema (entre varios otros) es que, según Galileo al menos, si la flecha apunta no al Cielo, no a la perfección del Padre, sino a la casa del vecino, la flecha no llegará siquiera a la medianera sino que caerá a una palma del propio arquero. (Nunca sospechamos que un Papa condenaría al astrónomo por su teoría de la trayectoria parabólica de un proyectil en un campo gravitatorio).

El problema de reducir la santidad a no ser chismoso en el mercado (GE 16) no es sólo que la santidad es mucho más que eso… sino que, paradójicamente, no se logrará siquiera ese cometido. Por la caída de tensión. Pues gravitamos sobre el mal. Salvo que el fomes peccati también haya entrado en el nuevo Índex.


Santa Teresa lo dice a su modo: si no lo son las obras, hermanas, que al menos los deseos sean grandiosos, altos, sublimes. Que del deseo a la acción es inevitable la merma.

La vida de los santos debe seguirnos fascinando, deslumbrando, aunque (y porque) experimentemos estar a años luz de poder vivir así. “Si él pudo ‘eso’, yo he de poder, al menos, un 5% de eso”, nos hemos dicho todos leyendo conmovedoras hagiografías. A nadie le mueve el amperímetro una señora que en el mercado no critica, que con el hijo no se impacienta o que ante el pobre no muestra indiferencia (GE 16). Esta señora seguramente logra todo eso por mirar la vida de los grandes santos y, encendida por tan luminoso ejemplo, comienza por estas cosas. Si el cambio de paradigma nos ubican a la señora del mercado en el lugar de santa Catalina o santa Teresa… a lo más lograremos evitar que en el mercado nos robemos una manzana.

No quiero aburrirlos con obviedades, pero parece inevitable aclararlo: cuando la Iglesia nos alienta a buscar la santidad en lo ordinario del diario-vivir lo que nos está pidiendo es que transfiguremos lo cotidiano en sublime, la rutina en prodigio, lo normal en milagro. Que santifiquemos lo ordinario. No que tornemos ordinaria la santidad.

El puñado de levadura leva toda la masa. No se trata, ciertamente, de que la harina saque de su costal lo mejor de sí misma. Pues siempre será harina. Es la levadura la que hace posible el pan.

Nos han querido achicar la santidad. La han encogido. La han hecho humana y normal. Ya no se trata de estar muerto para que Cristo viva en uno (Gal II, 20), sino que se trata de ser macanudo.

Nos han robado el color de la santidad. Y lo más vil: la han hecho “posible” (Cf la nota 47, de GE). Posible porque ya no es una gracia, un milagro otorgado de lo Alto, sino el arte de sacar cada cual “lo mejor de sí mismo” (¡sic!) (GE 11), sin desmesuras.

Ni siquiera es la santidad pagana, la griega si se quiere, la del héroe espartano. Es la santidad del pequeño burgués moderno. Que riega las macetas de malvones de su jardincito y tiene la santidad de estirar su manguera para regar también las macetas de su vecino, el del huertito de al lado.

El nuevo invento se llama: santidad clase media, (sic), para todos y todas. Y al alcance de la mano. Esto significa: una santidad (en términos espirituales, presumimos) ni muy rica ni muy pobre: clase media. Es la santidad-bonsai, de raíces prolijamente recortadas, que hacen posible tener un ombú en tu departamento sin que estorbe. Es la santidad buenista, del que no hace olas, del tipo prolijo y educado, que cede el paso en el tránsito y evita tocar la bocina. Es la santidad civilizada, domesticada, chiquita, rastrera. Ya sin esos aires un tanto dionisíacos de “locura” (1Cor II, 14), de “extremosidad” (Jn XIII, 1) con que los santos “de antes” han desestabilizado por completo su entorno o, incluso, a la Iglesia entera. Hoy a eso se le llama “fanatismo”. Hoy se nos alienta a dejar de desear esas locuras, a no mirar mucho la forma concreta en que ellos encarnaron la santidad; se nos exhorta a “no entretenernos en los detalles” (GE 22) con que vivieron, pues pueden haber sido erróneos (sic) o propios de su época. Y se nos pide, más bien, limitar nuestra imitación a que ellos amaron y a nosotros se nos pide “lo” mismo, así, en un vacuo neutro inofensivo. Ya no se trata de mirar el aguileño vuelo aristocrático de los santos, ni su marchar glorioso; el góspel canta ahora: “Cuando los santos vienen reptando”.

No podemos dejar pasar lo de “santidad clase media”: nada más burdo y tergiversado. Si hay algo maravilloso, en verdad sublime, de este milagro de la cristificación, es que nosotros, pordioseros, mendigos del Absoluto, seamos llamados a la aristocracia célica, a co-sentarnos con el Rey (Ef II, 6) como Príncipes coherederos. Ver a pescadores analfabetos de Galilea elevados a esta nobleza y tras ellos a una muchedumbre de testigos, es de las verdades más bellas de nuestra Fe.

Nadie pretendía que se hablara de théosis, de divinización (aunque no es otra cosa la santidad), ni del misterio transfigurativo de la vía unitiva… pero nunca imaginamos que la pigmea reducción iba a ser tan abrumadora, que el achicamiento podía escalar a semejante enanismo.
Lo que nos han querido vender es la más brutal apología de la mediocridad como estilo de vida ideal del cristiano.

Es falsa la moneda y falso el monedero. Y el tumor: muy maligno.

Hasta aquí, el segundo asunto.

Digamos, a modo de corolario, que esta doble constatación (lo invertido del Mandamiento Nuevo y la devaluación de la Santidad) no tiene por mero cometido constatar los errores del papa reinante (tres mil palabras para concluir eso sería una concesión muy generosa). Ni debe dejarnos amargados o desalentados. Omnia in Bonum. No hay mal que por bien no venga. Debe ser ésta la ocasión más favorable para renovar nuestro cristianismo: tanto nuestro compromiso por cultivar la virtud de religión, para amar con mayor intensidad a nuestro Señor, como para renovar nuestra fascinación por la vida de los santos, esos inmensos faros que iluminan la tormentosa noche de nuestra barcaza.

Estas provocaciones deben ser acicate. No un dardo que nos adormezca sino todo lo contrario: un aguijón que nos azuza y espolea para redoblar la marcha.

No estamos dispuestos a plantar el cedro en maceta (Hölderlin) ni estamos dispuestos a instalarnos cómodos en la casilla de las macetas (Green). No nos conformaremos con menos que la divinización (Ratzinger). Para nosotros y para los otros. Pues la Caridad (la genuina, no la falsificada) nos urge. La vida por esto.

Redoblemos el grito vigoroso de nuestra Fe: ¡buscad las cosas de Arriba! ¡La vista fija en las cosas del Cielo, no en las de la tierra! (Col III, 1-2). Que Cristo descendió para ascendernos, se empobreció para enriquecernos, se humilló para elevarnos. Que Dios se hizo hombre para divinizarnos, ¡no para humanizarnos! ¡No repten!, ¡no se contenten con un cristianismo rastrero; ¡remonten vuelo!, ¡que han sido creados para las Alturas!

Y que el ocaso de nuestra vida nos encuentre roncos de gritar estas certezas.

Alegrémonos y regocijémonos porque nos son concedidas estas grandes verdades incandescentes, y si somos perseguidos o humillados por su causa, mayor aún sea nuestra alegría y regocijo. Levantemos la cabeza. El Señor está próximo. Ya llega nuestra liberación.










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