martes, 19 de octubre de 2010

¿Por qué está en crisis la música sacra? - P. Uwe Michael Lang

¿Por qué está en crisis la música sacra?
P. Uwe Michael Lang


El padre Uwe Michael Lang, oficial de la Congregación para el Culto Divino y consultor de la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice, ha pronunciado una conferencia en la Academia Urbana de las Artes, en el marco del seminario “Las razones del arte”. L’Osservatore Romano publicó amplios pasajes de dicha relación, que a continuación ofrecemos en lengua española.


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Entre las muchas contribuciones clarividentes y agudas de Joseph Ratzinger – Benedicto XVI sobre la música sacra, hay una que encuentro particularmente interesante y que quisiera tomar como punto de partida para mis reflexiones: la conferencia “Problemas teológicos de la música sacra”, pronunciada en el Departamento de Música Sacra del Conservatorio Estatal de Música de Stuttgart en enero de 1977 y luego publicada también en otras lenguas. En italiano ha salido por primera vez algunos meses atrás en el libro “Teología de la Liturgia”, el primer volumen publicado de los dieciséis de la opera omnia de Joseph Ratzinger (Città del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2010, pagine 858, euro 55).

En esta conferencia, el entonces cardenal Ratzinger identificaba las causas de la crisis contemporánea de la música sacra tanto en la crisis general de la Iglesia desarrollada después del concilio Vaticano II como en la crisis de las artes en el mundo moderno, que ha afectado también a la música. Joseph Ratzinger estaba interesado, sobre todo, en los motivos teológicos de la crisis de la música sacra; parece que “ésta ha terminado en medio de dos piedras de molino teológicas de carácter más bien contrapuesto que, no obstante, cooperan concordemente en desgastarla”.

Por un lado, existe “el funcionalismo puritano de una liturgia entendida en sentido puramente pragmático: el evento litúrgico debe ser, como se dice, liberado del carácter cultual y reconducido a su sencillo punto de partida, un banquetee comunitario”. Esta actitud va de la mano con una lectura equivocada del principio de la participación activa (participatio actuosa), introducido por el Papa san Pío X y promovido por la Constitución del Vaticano II sobre la Sagrada Liturgia. A menudo se entiende la participación activa como “una actividad igual en la liturgia de todos los presentes”, que ya no deja espacio a la música que tiene un tenor artístico más alto y que es cantada por un coro o por una schola, y comprende también el uso de los instrumentos musicales clásicos. En esta visión, sólo es lícito el canto de la asamblea, “que, a su vez, no debe ser juzgado en base a su valor artístico sino únicamente en base a su funcionalidad, es decir, en base a su capacidad de crear y activar una comunidad”.

Por otro lado, está lo que Joseph Ratzinger ha llamado “el funcionalismo de la adaptación”, que ha llevado a la aparición de nuevas formas de coros y orquestas que ejecutan música “religiosa” inspirada en el jazz y en el pop contemporáneo. El actual Papa observa que los “nuevos conjuntos (…) resultaban no menos elitistas que los antiguos coros de iglesia, pero no eran sometidos a la misma crítica”. Ambas actitudes teológicas tienen el mismo efecto: el repertorio tradicional de la música sacra, desde el canto gregoriano hasta las composiciones polifónicas del siglo XX, es juzgado inadaptado para la liturgia y es relegado a la sala de concierto, donde es cuidado y valorado como un objeto de museo o tal vez incluso transformado en una especie de liturgia “secular”.

Ciertamente, se puede sostener que hay algún precedente en la Iglesia primitiva para la actitud de “funcionalismo puritano” en relación con la música en la liturgia. Ya desde los comienzos, el canto de los salmos y, como desarrollo sucesivo, los himnos y cánticos, tenían un puesto natural en el culto cristiano. De todos modos, no se continuaba la práctica musical del Templo de Jerusalén con su carácter festivo y su uso de los instrumentos, descrito en varios salmos. El lugar de la música en la liturgia cristiana corresponde, más bien, al de la música en la sinagoga. Al mismo tiempo, los primeros cristianos estaban preocupados por distinguir claramente la música de su liturgia con la del culto pagano. Una consecuencia de tal toma de distancia tanto del culto del Templo como de las ceremonias paganas era la exclusión de los instrumentos de la liturgia cristiana, que se mantiene todavía en las tradiciones ortodoxas y que se ha expresado en una fuerte corriente también en el Occidente latino, dejado de lado el rol privilegiado del órgano, que ha sido investido de un profundo significado teológico.

Joseph Ratzinger insiste en el hecho de que no se puede interpretar la suspensión de los instrumentos como un rechazo de la dimensión “sagrada” y “cultual” de la música o incluso como un “paso hacia la profanidad”. Al contrario, ésta expresa “una sacralidad acentuada en forma purista”, que se refleja también en los comentarios de los Padres de la Iglesia sobre el uso de la música en la liturgia. Muchos padres presentan la liturgia como el resultado de un proceso de «espiritualización» desde el culto del Templo de la Antigua Alianza con sus sacrificios de animales hacia la logiké latreía (Romanos 12, 1), “un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón”, un tema clave en el pensamiento del Pontífice. Una música adecuada a la liturgia cristiana tenía que sufrir un proceso de “espiritualización” que los Padres, según Joseph Ratzinger, habían interpretado como una “des-materialización”: la música era admitida sólo en la medida en que servía al movimiento de lo sensible hacia lo espiritual, y de aquí resulta la discontinuidad con la música festiva del Templo y la exclusión de los instrumentos. El actual Papa atribuye la actitud austera de los Padres hacia la música a la fuerza que el pensamiento platónico tenía en la teología patrística, e identifica también los problemas inherentes a esta actitud en cuanto “se acercaba más o menos a la iconoclastia”. De hecho, él lo considera “la hipoteca histórica de la teología” a través del arte en lo sagrado, una hipoteca que reaparece cada tanto en el curso de la historia.

Un particular relieve en este ámbito está constituido por la encíclica Annus qui, escrita por uno de los Papas más sabios de la edad moderna, Benedicto XIV, nacido Prospero Lorenzo Lambertini en 1675, Obispo de Ancona en 1727-1731, cargo que mantuvo también como Papa. En 1728 fue nombrado cardenal y, después de la muerte de Clemente XII, en el largo y controvertido cónclave de 1740, fue elevado a la Sede de Pedro y eligió el nombre de Benedicto XIV. Murió en 1754.

El Papa Lambertini era un canonista y estudioso con un amplio ámbito de intereses, entre los cuales estaba el culto divino. Su magisterio litúrgico puede colocarse dentro del proyecto continuo de reforma puesto en marcha por el Concilio de Trento. La encíclica Annus qui, habiendo sido escrita primero en italiano y luego traducida al latín, revela su objetivo ya en su título completo: “Del culto y pureza de las Iglesias; de la regulación de la celebración de los ritos, y de la Música Eclesiástica, Carta circular a Obispos del Estado Eclesiástico con ocasión del próximo Año Santo”.

Este título indica los argumentos principales de la encíclica: el cuidado de las iglesias, el orden y la solemnidad del culto celebrado en ellas y, de modo particular, la música sagrada. Nótese, además, que la encíclica se dirige a los obispos del Estado Pontificio del próximo Año Santo 1750. El Pontífice esperaba en Roma un gran número de peregrinos que deseaban conseguir “el fruto espiritual de las santas indulgencias”. Benedicto XIV comienza su encíclica con un llamado a la disciplina eclesiástica, animando a su clero a hacer todo lo que estaba en su poder para asegurar que los muchos visitantes en la ciudad eterna no volvieran a sus patrias escandalizados por lo que habían visto. De hecho, Roma y todo el Estado Pontificio deben brindar un ejemplo de celebración litúrgica y de música sacra para todo el mundo católico. Sin duda, el Papa Lambertini era consciente de los límites de su poder en tales cuestiones, que dependían en gran parte del patrocinio local tanto eclesiástico como secular. Sin embargo, estaba decidido a mantener un nivel más alto en su propio territorio.

Las principales preocupaciones de Benedicto XIV sobre la polifonía sacra – en continuidad con los debates en el Concilio de Trento y las declaraciones sucesivas de Papas y de sínodos locales – son la integridad y la inteligibilidad del texto litúrgico que es musicalizado. En particular, cuando se cantan los pasajes polifónicos en la Misa o en el Oficio Divino, deben contener los “propios” que son partes integrantes de la sagrada liturgia. Dada esta premisa, Benedicto XIV se refiere a un decreto publicado por su predecesor Inocencio XII en 1692, que prohibió en general el canto de todo motete. En las santas Misas solemnes sólo permitió, además del canto del Gloria y del Símbolo, el canto del Introito, el Gradual y el Ofertorio. En las Vísperas no admitió ningún cambio, ni siquiera mínimo, en las Antífonas que se dicen al inicio y al final de cada Salmo.

Además, la encíclica nota que se ha hecho común en los últimos tiempos utilizar la música de carácter teatral en el culto divino. El problema de este tipo de música es que busca hacer que los oyentes disfruten de la melodía, del ritmo, de la calidad de las voces, y así sucesivamente, mientras el significado de las palabras se vuelve secundario. En cambio, afirma de modo inequívoco Benedicto XIV, esto no vale para la liturgia: “No debe ser así, en cambio, en el canto Eclesiástico; más bien, en éste se debe buscar lo opuesto”. En otras palabras, la música sacra que merece ese nombre debe servir siempre a un fin espiritual y teológico, no sólo estético.

La encíclica continúa luego con la cuestión del uso de los instrumentos en la iglesia. El Pontífice considera que esta cuestión es fundamental para distinguir la música sacra de la de los teatros. En primer lugar, él determina cuáles son los instrumentos que se pueden tolerar (nótese la elección de las palabras: “de los instrumentos que pueden ser tolerados en las Iglesias”). Benedicto XIV sigue su habitual metodología y cita varias opiniones, en particular el primer Concilio Provincial de Milán, realizado bajo san Carlos Borromeo, que admitió sólo el órgano y excluyó todos los otros instrumentos.

En segundo lugar, el Papa Lambertini establece que los instrumentos permitidos deben sonar sólo para sostener el canto de la voz humana. En este punto, el lenguaje del Pontífice se vuelve muy decidido, cuando declara: “Sin embargo, si los instrumentos continúan sonando, y sólo alguna vez se silencian, como se acostumbra hoy, para dejar tiempo a los oyentes de escuchar las armónicas modulaciones, las vibrantes puntadas de las voces, vulgarmente llamados trinos (una referencia a Juan XXII, Docta Sanctorum Patrum); si, por lo demás, no hacen otra cosa que oprimir y sepultar las voces del coro, y el sentido de las palabras, entonces el uso de los instrumentos no alcanza el fin querido, se vuelve inútil y más aún continúa prohibido”.

En tercer lugar, respecto a la música orquestal, Annus qui concede que podrá continuar donde ya ha sido introducida, con tal que sea seria y no lleve, a causa de su extensión, al aburrimiento o grave incómodo a quienes están en el Coro o que sirven en el Altar, en las Vísperas y en las Misas.







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