sábado, 28 de marzo de 2009

Cristo Rey - Pío XI


Cristo Rey
Pío XI



[...] Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas.


Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad.


Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos.


Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad(Ef 3,19) y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús.


Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino (Dan 7,13-14); porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.[...]


23. Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad.


Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad.


Se comenzó por negar el imperío de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad.


Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.


24. Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.


La fiesta de Cristo Rey


25. Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador.


Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad.


Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor.


Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad. [...]


PIO XI


Extraído de:




viernes, 13 de marzo de 2009

Carta Encíclica Mortalium Animos - Pío XI


Carta Encíclica
MORTALIUM ANIMOS
PÍO PP. XI

ACERCA DE COMO SE HA DE FOMENTAR LA VERDADERA UNIDAD RELIGIOSA


Venerables hermanos: Salud y bendición apostólica

1. Ansia universal de paz y fraternidad
Nunca quizás como en los actuales tiempos se ha apoderado del corazón de todos los hombres un tan vehemente deseo de fortalecer y aplicar al bien común de la sociedad humana los vínculos de fraternidad que, en virtud de nuestro común origen y naturaleza, nos unen y enlazan a unos con otros.
Porque no gozando todavía las naciones plenamente de los dones de la paz, antes al contrario, estallando en varias partes discordias nuevas y antiguas, en forma de sediciones y luchas civiles y no pudiéndose además dirimir las controversias, harto numerosas, acerca de la tranquilidad y prosperidad de los pueblos sin que intervengan en el esfuerzo y la acción concordes de aquellos que gobiernan los Estados, y dirigen y fomentan sus intereses, fácilmente se echa de ver -mucho más conviniendo todos en la unidad del género humano-, porque son tantos los que anhelan ver a las naciones cada vez más unidas entre sí por esta fraternidad universal.

2. La fraternidad en religión. Congresos ecuménicos.
Cosa muy parecida se esfuerzan algunos por conseguir en lo que toca a la ordenación de la nueva ley promulgada por Jesucristo Nuestro Señor. Convencidos de que son rarísimos los hombres privados de todo sentimiento religioso, parecen haber visto en ello esperanza de que no será difícil que los pueblos, aunque disientan unos de otros en materia de religión, convengan fraternalmente en la profesión de algunas doctrinas que sean como fundamento común de la vida espiritual. Con tal fin suelen estos mismos organizar congresos, reuniones y conferencias, con no escaso número de oyentes e invitar a discutir allí promiscuamente a todos, a infieles de todo género, de cristianos y hasta a aquellos que apostataron miserablemente de Cristo o con obstinada pertinacia niegan la divinidad de su Persona o misión.

3. Los católicos no pueden aprobarlo.
Tales tentativas no pueden, de ninguna manera obtener la aprobación de los católicos, puesto que están fundadas en la falsa opinión de los que piensan que todas las religiones son, con poca diferencia, buenas y laudables, pues, aunque de distinto modo, todas nos demuestran y significan igualmente el ingénito y nativo sentimiento con que somos llevados hacia Dios y reconocemos obedientemente su imperio.
Cuantos sustentan esta opinión, no sólo yerran y se engañan, sino también rechazan la verdadera religión, adulterando su concepto esencial, y poco a poco vienen a parar al naturalismo y ateísmo; de donde claramente se sigue que, cuantos se adhieren a tales opiniones y tentativas, se apartan totalmente de la religión revelada por Dios.

4. Otro error - La unión de todos los cristianos - Argumentos falaces

Pero donde con falaz apariencia de bien se engañan más fácilmente algunos, es cuando se trata de fomentar la unión de todos los cristianos. ¿Acaso no es justo -suele repetirse- y no es hasta conforme con el deber, que cuantos invocan el nombre de Cristo se abstengan de mutuas recriminaciones y se unan por fin un día con vínculos de mutua caridad? ¿Y quién se atreverá a decir que ama a Jesucristo, sino procura con todas sus fuerzas realizar los deseos que El manifestó al rogar a su Padre que sus discípulos fuesen una sola cosa?(1). Y el mismo Jesucristo ¿por ventura no quiso que sus discípulos se distinguiesen y diferenciasen de los demás por este rasgo y señal de amor mutuo: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, en que os améis unos a otros?(2). ¡Ojalá -añaden- fuesen una sola cosa todos los cristianos! Mucho más podrían hacer para rechazar la peste de la impiedad, que, deslizándose y extendiéndose cada vez más, amenaza debilitar el Evangelio.

5. Debajo de esos argumentos se oculta un error gravísimo
Estos y otros argumentos parecidos divulgan y difunden los llamados "pancristianos"; los cuales, lejos de ser pocos en número, han llegado a formar legiones y a agruparse en asociaciones ampliamente extendidas, bajo la dirección, las más de ellas, de hombres católicos, aunque discordes entre sí en materia de fe.

6. La verdadera norma de esta materia.
Exhortándonos, pues, la conciencia de Nuestro deber a no permitir que la grey del Señor sea sorprendida por perniciosas falacias, invocamos vuestro celo, Venerables Hermanos, para evitar mal tan grave; pues confiamos que cada uno de vosotros, por escrito y de palabra, podrá más fácilmente comunicarse con el pueblo y hacerle entender mejor los principios y argumentos que vamos a exponer, y en los cuales hallarán los católicos la norma de lo que deben pensar y practicar en cuanto se refiere al intento de unir de cualquier manera en un solo cuerpo a todos los hombres que se llaman católicos.

7. Sólo una Religión puede ser verdadera: la revelada por Dios.

Dios, Creador de todas las cosas, nos ha creado a los hombres con el fin de que le conozcamos y le sirvamos. Tiene, pues, nuestro Creador perfectísimo derecho a ser servido por nosotros. Pudo ciertamente Dios imponer para el gobierno de los hombres una sola ley, la de la naturaleza, ley esculpida por Dios en el corazón del hombre al crearle: y pudo después regular los progresos de esa misma ley con sólo su providencia ordinaria. Pero en vez de ello prefirió dar El mismo los preceptos que habíamos de obedecer; y en el decurso de los tiempos, esto es desde los orígenes del género humano hasta la venida y predicación de Jesucristo, enseñó por Sí mismo a los hombres los deberes que su naturaleza racional les impone para con su Creador. "Dios, que en otro tiempo habló a nuestros padres en diferentes ocasiones y de muchas maneras, por medio de los Profetas, nos ha hablado últimamente por su Hijo Jesucristo"(3). Por donde claramente se ve que ninguna religión puede ser verdadera fuera de aquella que se funda en la palabra revelada por Dios, revelación que comenzada desde el principio, y continuada durante la Ley Antigua, fue perfeccionada por el mismo Jesucristo con la Ley Nueva. Ahora bien: si Dios ha hablado -y que haya hablado lo comprueba la historia- es evidente que el hombre está obligado a creer absolutamente la revelación de Dios, y a obedecer totalmente sus preceptos. y con el fin de que cumpliésemos bien lo uno y lo otro, para gloria de Dios y salvación nuestra, el Hijo Unigénito de Dios fundó en la tierra su Iglesia.

8. La única Religión revelada es la de la Iglesia Católica.

Así pues, los que se proclaman cristianos es imposible no crean que Cristo fundó una Iglesia, y precisamente una sola. Mas, si se pregunta cuál es esa Iglesia conforme a la voluntad de su Fundador, en esto ya no convienen todos. Muchos de ellos, por ejemplo, niegan que la Iglesia de Cristo haya de ser visible, a lo menos en el sentido de que deba mostrarse como un solo cuerpo de fieles, concordes en una misma doctrina y bajo un solo magisterio y gobierno. Estos tales entienden que la Iglesia visible no es más que la alianza de varias comunidades cristianas, aunque las doctrinas de cada una de ellas sean distintas.

Sociedad perfecta, externa, visible.
Pero es lo cierto que Cristo Nuestro Señor instituyó su Iglesia como sociedad perfecta, externa y visible por su propia naturaleza, a fin de que prosiguiese realizando, de allí en adelante, la obra de la salvación del género humano, bajo la guía de una sola cabeza (4), con magisterio de viva voz (5) y por medio de la administración de los sacramentos (6), fuente de la gracia divina; por eso en sus parábolas afirmó que era semejante a un reino (7), a una casa (8), a un aprisco (9), y a una grey (10). Esta Iglesia, tan maravillosamente fundada, no podía ciertamente cesar ni extinguirse, muertos su Fundador y los Apóstoles que en un principio la propagaron, puesto que a ella se le había confiado el mandato de conducir a la eterna salvación a todos los hombres, sin excepción de lugar ni de tiempo: "Id, pues, e instruid a todas las naciones" (11). Y en el cumplimiento continuo de este oficio, ¿acaso faltará a la Iglesia el valor ni la eficacia, hallándose perpetuamente asistida con la presencia del mismo Cristo, que solemnemente le prometió: "He aquí que yo estaré siempre con vosotros, hasta la consumación de los siglos"? (12) Por tanto, la Iglesia de Cristo no sólo ha de existir necesariamente hoy, mañana y siempre, sino también ha de ser exactamente la misma que fue en los tiempos apostólicos, si no queremos decir -y de ello estamos muy lejos- que Cristo Nuestro Señor no ha cumplido su propósito, o se engañó cuando dijo que las puertas del infierno no habían de prevalecer contra ella (13).

9. Un error capital del movimiento ecuménico en la pretendida unión de iglesias cristianas.

Y aquí se Nos ofrece ocasión de exponer y refutar una falsa opinión de la cual parece depender toda esta cuestión, y en la cual tiene su origen la múltiple acción y confabulación de los católicos que trabajan, como hemos dicho, por la unión de las iglesias cristianas. Los autores de este proyecto no dejan de repetir casi infinitas veces las palabras de Cristo: "Sean todos una misma cosa. Habrá un solo rebaño y un solo pastor" (14), mas de tal manera las entienden, que, según ellos, sólo significan un deseo y una aspiración de Jesucristo, deseo que todavía no se ha realizado. Opinan, pues, que la unidad de fe y de gobierno, nota distintiva de la verdadera y única Iglesia de Cristo, no ha existido casi nunca hasta ahora, y ni siquiera hoy existe: podrá, ciertamente, desearse, y tal vez algún día se consiga, mediante la concordante impulsión de las voluntades; pero en entre tanto, habrá que considerarla sólo como un ideal.

"La división" de la Iglesia.

Añaden que la Iglesia, de suyo o por su propia naturaleza, está dividida en partes, esto es, se halla compuesta de varias comunidades distintas, separadas todavía unas de otras, y coincidentes en algunos puntos de doctrina, aunque discrepantes en lo demás, y cada una con los mismos derechos exactamente que las otras; y que la Iglesia sólo fue única y una, a lo sumo desde la edad apostólica hasta tiempos de los primeros Concilios Ecuménicos. Sería necesario pues -dicen-, que, suprimiendo y dejando a un lado las controversias y variaciones rancias de opiniones, que han dividido hasta hoy a la familia cristiana, se formule y se proponga con las doctrinas restantes una norma común de fe, con cuya profesión puedan todos no ya reconocerse, sino sentirse hermanos. y cuando las múltiples iglesias o comunidades estén unidas por un pacto universal, entonces será cuando puedan resistir sólida y fructuosamente los avances de la impiedad...
Esto es así tomando las cosas en general, Venerables Hermanos; mas hay quienes afirman y conceden que el llamado Protestantismo ha desechado demasiado desconsideradamente ciertas doctrinas fundamentales de la fe y algunos ritos del culto externo ciertamente agradables y útiles, los que la Iglesia Romana por el contrario aún conserva; añaden sin embargo en el acto, que ella ha obrado mal porque corrompió la religión primitiva por cuanto agregó y propuso como cosa de fe algunas doctrinas no sólo ajenas sino más bien opuestas al Evangelio, entre las cuales se enumera especialmente el Primado de jurisdicción que ella adjudica a Pedro y a sus sucesores en la sede Romana.
En el número de aquellos, aunque no sean muchos, figuran también los que conceden al Romano Pontífice cierto Primado de honor o alguna jurisdicción o potestad de la cual creen, sin embargo, que desciende no del derecho divino sino de cierto consenso de los fieles. Otros en cambio aun avanzan a desear que el mismo Pontífice presida sus asambleas, las que pueden llamarse "multicolores". Por lo demás, aun cuando podrán encontrarse a muchos no católicos que predican a pulmón lleno la unión fraterna en Cristo, sin embargo, hallarás pocos a quienes se ocurre que han de sujetarse y obedecer al Vicario de Jesucristo cuando enseña o manda y gobierna. Entre tanto asevera que están dispuestos a actuar gustosos en unión con la Iglesia Romana, naturalmente en igualdad de condiciones jurídicas, o sea de iguales a igual: mas si pudieran actuar no parece dudoso de que lo harían con la intención de que por un pacto o convenio por establecerse tal vez, no fueran obligados a abandonar sus opiniones que constituyen aun la causa por qué continúan errando y vagando fuera del único redil de Cristo.

10. La Iglesia Católica no puede participar en semejantes uniones.

Siendo todo esto así, claramente se ve que ni la Sede Apostólica puede en manera alguna tener parte en dichos Congresos, ni de ningún modo pueden los católicos favorecer ni cooperar a semejantes intentos; y si lo hiciesen, darían autoridad a una falsa religión cristiana, totalmente ajena a la única y verdadera Iglesia de Cristo.

11. La verdad revelada no admite transacciones.
¿Y habremos Nos de sufrir -cosa que sería por todo extremo injusta- que la verdad revelada por Dios, se rindiese y entrase en transacciones? Porque de lo que ahora se trata es de defender la verdad revelada. Para instruir en la fe evangélica a todas las naciones envió Cristo por el mundo todo a los Apóstoles; y para que éstos no errasen en nada, quiso que el Espíritu Santo les enseñase previamente toda la verdad (15); ¿y acaso esta doctrina de los Apóstoles ha descaecido del todo, o siquiera se ha debilitado alguna vez en la Iglesia, a quien Dios mismo asiste dirigiéndola y custodiándola? Y si nuestro Redentor manifestó expresamente que su Evangelio no sólo era para los tiempos apostólicos, sino también para las edades futuras, ¿habrá podido hacerse tan obscura e incierta la doctrina de la Fe, que sea hoy conveniente tolerar en ella hasta las opiniones contrarias entre sí? Si esto fuese verdad, habría que decir también que el Espíritu Santo infundido en los apóstoles, y la perpetua permanencia del mismo Espíritu en la Iglesia, y hasta la misma predicación de Jesucristo, habría perdido hace muchos siglos toda utilidad y eficacia; afirmación que sería ciertamente blasfema.

12. La Iglesia Católica depositaria infalible de la verdad.
Ahora bien: cuando el Hijo Unigénito de Dios mandó sus legados que enseñasen a todas las naciones, impuso a todos los hombres la obligación de dar fe a cuanto les fuese enseñado por los testigos predestinados por Dios (16); obligación que sancionó de este modo: el que creyere y fuere bautizado, se salvará; mas el que no creyere será condenado (17). Pero ambos preceptos de Cristo, uno de enseñar y otro de creer, que no pueden dejar de cumplirse para alcanzar la salvación eterna, no pueden siquiera entenderse si la Iglesia no propone, íntegra y clara la doctrina evangélica y si al proponerla no está ella exenta de todo peligro de equivocarse, Acerca de lo cual van extraviados también los que creen que sin duda existe en la tierra el depósito de la verdad, pero que para buscarlo hay que emplear tan fatigosos trabajos, tan continuos estudios y discusiones, que apenas basta la vida de un hombre para hallarlo y disfrutarlo: como si el benignísimo Dios hubiese hablado por medio de los Profetas y de su Hijo Unigénito para que lo revelado por éstos sólo pudiesen conocerlo unos pocos, y ésos ya ancianos; y como si esa revelación no tuviese por fin enseñar la doctrina moral y dogmática, por la cual se ha de regir el hombre durante el curso de su vida moral.

13. Sin fe, no hay verdadera caridad.
Podrá parecer que dichos "pancristianos", tan atentos a unir las iglesias, persiguen el fin nobilísimo de fomentar la caridad entre todos los cristianos, Pero, ¿cómo es posible que la caridad redunde en daño de la fe? Nadie, ciertamente, ignora que San Juan, el Apóstol mismo de la caridad, el cual en su Evangelio parece descubrirnos los secretos del Corazón Santísimo de Jesús, y que solía inculcar continuamente a sus discípulos el nuevo precepto Amaos unos a los otros, prohibió absolutamente todo trato y comunicación con aquellos que no profesasen, íntegra y pura, la doctrina de Jesucristo: Si alguno viene a vosotros y no trae esta doctrina, no le recibáis en casa, y ni siquiera le saludéis (18), Siendo, pues, la fe íntegra y sincera, como fundamento y raíz de la caridad, necesario es que los discípulos de Cristo estén unidos principalmente con el vínculo de la unidad de fe.

14. Unión irrazonable.
Por tanto, ¿cómo es posible imaginar una confederación cristiana, cada uno de cuyos miembros pueda, hasta en materias de fe, conservar su sentir y juicio propios aunque contradigan al juicio y sentir de los demás? ¿y de qué manera, si se nos quiere decir, podrían formar una sola y misma Asociación de fieles los hombres que defienden doctrinas contrarias, como, por ejemplo, los que afirman y los que niegan que la sagrada Tradición es fuente genuina de la divina Revelación; los que consideran de institución divina la jerarquía eclesiástica, formada de Obispos, presbíteros y servidores del altar, y los que afirman que esa Jerarquía se ha introducido poco a poco por las circunstancias de tiempos y de cosas; los que adoran a Cristo realmente presente en la Sagrada Eucaristía por la maravillosa conversión del pan y del vino, llamada "transubstanciación", y los que afirman que el Cuerpo de Cristo está allí presente sólo por la fe, o por el signo y virtud del Sacramento; los que en la misma Eucaristía reconocen su doble naturaleza de sacramento y sacrificio, y los que sostienen que sólo es un recuerdo o conmemoración de la Cena del Señor; los que estiman buena y útil la suplicante invocación de los Santos que reinan con Cristo, sobre todo de la Virgen María Madre de Dios, y la veneración de sus imágenes, y los que pretenden que tal culto es ilícito por ser contrario al honor del único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo? (19).

15. Resbaladero hacia el indiferentismo y el modernismo.
Entre tan grande diversidad de opiniones, no sabemos cómo se podrá abrir camino para conseguir la unidad de la Iglesia, unidad que no puede nacer más que de un solo magisterio, de una sola ley de creer y de una sola fe de los cristianos. En cambio, sabemos, ciertamente que de esa diversidad de opiniones es fácil el paso al menosprecio de toda religión, o "indiferentismo", y al llamado "modernismo", con el cual los que están desdichadamente inficionados, sostienen que la verdad dogmática no es absoluta sino relativa, o sea, proporcionada a las diversas necesidades de lugares y tiempos, y a las varias tendencias de los espíritus, no hallándose contenida en una revelación inmutable, sino siendo de suyo acomodable a la vida de los hombres.
Además, en lo que concierne a las cosas que han de creerse, de ningún modo es lícito establecer aquélla diferencia entre las verdades de la fe que llaman fundamentales y no fundamentales, como gustan decir ahora, de las cuales las primeras deberían ser aceptadas por todos, las segundas, por el contrario, podrían dejarse al libre arbitrio de los fieles; pues la virtud de la fe tiene su causa formal en la autoridad de Dios revelador que no admite ninguna distinción de esta suerte. Por eso, todos los que verdaderamente son de Cristo prestarán la misma fe al dogma de la Madre de Dios concebida sin pecado original como, por ejemplo, al misterio de la augusta Trinidad; creerán con la misma firmeza en el Magisterio infalible del Romano Pontífice, en el mismo sentido con que lo definiera el Concilio Ecuménico del Vaticano, como en la Encarnación del Señor .
No porque la Iglesia sancionó con solemne decreto y definió las mismas verdades de un modo distinto en diferentes edades o en edades poco anteriores han de tenerse por no igualmente ciertas ni creerse del mismo modo. ¿No las reveló todas Dios?
Pues, el Magisterio de la Iglesia el cual por designio divino fue constituido en la tierra a fin de que las doctrinas reveladas perdurasen incólumes para siempre y llegasen con mayor facilidad y seguridad al conocimiento de los hombres aun cuando el Romano Pontífice y los Obispos que viven en unión con él, lo ejerzan diariamente, se extiende, sin embargo, al oficio de proceder oportunamente con solemnes ritos y decretos a la definición de alguna verdad, especialmente entonces cuando a los errores e impugnaciones de los herejes deben más eficazmente oponerse o inculcarse en los espíritus de los fieles, más clara y sutilmente explicados, puntos de la sagrada doctrina.
Mas por ese ejercicio extraordinario del Magisterio no se introduce, naturalmente ninguna invención, ni se añade ninguna novedad al acervo de aquellas verdades que en el depósito de la revelación, confiado por Dios a la Iglesia, no estén contenidas, por lo menos implícitamente, sino que se explican aquellos puntos que tal vez para muchos aun parecen permanecer oscuros o se establecen como cosas de fe los que algunos han puesto en tela de juicio.

16. La única manera de unir a todos los cristianos.

Bien claro se muestra, pues, Venerables Hermanos, por qué esta Sede Apostólica no ha permitido nunca a los suyos que asistan a los citados congresos de acatólicos; porque la unión de los cristianos no se puede fomentar de otro modo que procurando el retorno de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, de la cual un día desdichadamente se alejaron; a aquella única y verdadera Iglesia que todos ciertamente conocen y que por la voluntad de su Fundador debe permanecer siempre tal cual El mismo la fundó para la salvación de todos. Nunca, en el transcurso de los siglos, se contaminó esta mística Esposa de Cristo, ni podrá contaminarse jamás, como dijo bien San Cipriano: No puede adulterar la Esposa de Cristo; es incorruptible y fiel. Conoce una sola casa y custodia con casto pudor la santidad de una sola estancia (20). Por eso se maravillaba con razón el santo Mártir de que alguien pudiese creer que esta unidad, fundada en la divina estabilidad y robustecida por medio de celestiales sacramentos, pudiese desgarrarse en la Iglesia, y dividirse por el disentimiento de las voluntades discordes (21). Porque siendo el cuerpo místico de Cristo, esto es, la Iglesia, uno (22), compacto y conexo (23), lo mismo que su cuerpo físico, necedad es decir que el cuerpo místico puede constar de miembros divididos y separados; quien, pues, no está unido con él no es miembro suyo, ni está unido con su cabeza, que es Cristo (24).

17. La obediencia al Romano Pontífice.
Ahora bien, en esta única Iglesia de Cristo nadie vive y nadie persevera, que no reconozca y acepte con obediencia la suprema autoridad de Pedro y de sus legítimos sucesores. ¿No fue acaso al Obispo de Roma a quien obedecieron, como a sumo Pastor de las almas, los ascendientes de aquellos que hoy yacen anegados en los errores de Focio, y de otros novadores?
Alejaronse ¡ay! los hijos de la casa paterna, que no por eso se arruinó ni pereció, sostenida como está perpetuamente por el auxilio de Dios. Vuelvan, pues, al Padre común, que olvidando las injurias inferidas ya a la Sede Apostólica, los recibirá amantísimamente. Porque, si, como ellos repiten, desean asociarse a Nos y a los Nuestros, ¿Por qué no se apresuran a venir a la Iglesia, madre y maestra de todos los fieles de Cristo? (25). Oigan como clamaba en otro tiempo Lactancio: Sólo la Iglesia Católica es la que conserva el culto verdadero, Ella es la fuente de la verdad, la morada de la Fe, el templo de Dios, quienquiera que en él no entre o de él salga, perdido ha la esperanza de vida y de salvaci6n, Menester es que nadie se engañe a sí mismo con pertinaces discusiones, Lo que aquí se ventila es la vida y la salvaci6n,'a la cual si no se atiende con diligente cautela, se perderá y se extinguirá (26).

18. Llamamiento a las sectas disidentes.

Vuelvan, pues, a la Sede Apostó1ica, asentada en esta ciudad de Roma, que consagraron con su sangre los Príncipes de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, a la Sede raíz y matriz de la Iglesia Católica (27); vuelvan los hijos disidentes, no ya con el deseo y la esperanza de que la Iglesia de Dios vivo, la columna y el sostén de la verdad (28) abdique de la integridad de su fe, y consienta los errores de ellos, sino para someterse al magisterio y al gobierno de ella. Pluguiese al Cielo alcanzásemos felizmente Nos, lo que no alcanzaron tantos predecesores Nuestros; el poder abrazar con paternales entrañas a los hijos que tanto nos duele ver separados de Nos por una funesta división.

Plegaria a Cristo y a Maria.

Y ojalá Nuestro Divino Salvador, el cual quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad (29), oiga Nuestras ardientes oraciones para que se digne llamar ala unidad de la Iglesia a cuantos están separados de ella.
Con este fin, sin duda importantísimo, invocamos y queremos que se invoque la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Divina Gracia, debeladora de todas las herejías y Auxilio de los cristianos, para que cuanto antes nos alcance la gracia de ver alborear el deseadísimo día en que todos los hombres oigan la voz de su divino Hijo, y conserven la unidad del Espíritu Santo con el vínculo de la paz (30).

19. Conclusión y Bendición Apostólica.

Bien comprendéis, Venerables Hermanos, cuánto deseamos Nos este retorno, y cuánto anhelamos que así lo sepan todos Nuestros hijos, no solamente los católicos, sino también los disidentes de Nos; los cuales, si imploran humildemente las luces del cielo, reconocerán, sin duda, a la verdadera Iglesia de Cristo, y entrarán, por fin, en su seno, unidos con Nos en perfecta caridad. En espera de tal suceso, y como prenda y auspicio de los divinos favores, y testimonio de Nuestra paternal benevolencia, a vosotros, Venerables Hermanos, y a vuestro Clero y pueblo, os concedemos de todo corazón la Apostólica Bendición.

Dado en San Pedro de Roma, el día 6 de enero, fiesta de la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo, el año 1928, sexto de Nuestro Pontificado.


Pío Papa XI


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NOTAS
(1) Juan, 17, 21.
(2) Juan 13, 35.
(3) Hebr. 1, 1-2.
(4) Mat. 16,15.
(5) Marc. 16,15.
(6) Juan 3, 5; 6, 48-59; 20, 22. Juan 18, 18.
(7) Mat. 13, 24, 31, 33, 44, 47.
(8) Ver Mat. 16, 18.
(9) Juan 10, 16.
(10) Juan 21, 15-17.
(11) Mat. 28, 19.
(12) Mat. 28, 20.
(13) Mat. 16, 18.
(14) Juan 17, 21; 19,16.
(15) Juan 16, 13.
(16) Act. 10, 41.
(17) Marc. 16, 16.
(18) II Juan vers. 10.
(19) Ver I Tim. 2, 5.
(20) S. Cipr. De la Unidad de la Iglesia (Migne P. L. 4, col. 518-519)
(21) S. Cipr. De la Unidad de la Iglesia (Migne P. L. 4, col 519-B y 520-A)
(22) I Cor. 12, 12.
(23) Efes. 4, 15.
(24) Efes. 5, 30; 1, 22.
(25) Conc. Lateran. IV, c. 5 (Denz-Umb. 436)
(26) Lactancio Div. Inst. 4, 30. (Corp. Scr. E. Lat., vol. 19, pag. 397, 11-12; Migne P.L. 6, col. 542-B a 543-A)
(27) S. Cipr. Carta 38 a Cornelio 3. (Entre las cartas de S. Cornelio Papa III; Migne P.L. 3, col. 733-B)
(28) I Tim. 3, 15.
(29) I Tim. 2, 4.
(30) Efes. 4, 3.

martes, 10 de marzo de 2009

El Credo del Pueblo de Dios - Pablo VI


El Credo del Pueblo de Dios
Pablo VI

Discurso en la Clausura del Año de la Fe
30 de junio de 1968

Este Discurso muestra claramente como el Papa Pablo VI daba cuenta con absoluta nitidez de la "crisis de la Fe" en la Iglesia. Una conciencia que se hace cada vez más necesaria para advertir todo lo que está en juego en nuestros días.



Introducción

Venerados hermanos y amados hijos:

Terminamos con esa liturgia solemne la celebración del XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo y concluimos también el "Año de la Fe": lo habíamos dedicado a la conmemoración de los santos Apóstoles para testimoniar nuestra voluntad inquebrantable de fidelidad al depósito de la fe (1) que ellos nos transmitieron y para fortificar nuestro deseo de vivirlo en la coyuntura histórica en que se encuentra la Iglesia, peregrina en medio del mundo.

Sentimos el deber de manifestar públicamente nuestra gratitud a todos aquellos que han respondido a nuestra invitación, confiriendo al "Año de la Fe" una magnífica palabra de Dios, con la renovación en las diversas comunidades de la profesión de fe y con el testimonio de una vida cristiana. A nuestros hermanos en el Episcopado, de una manera especial, y a todos los fieles de la santa Iglesia católica, les expresamos nuestro reconocimiento y les damos nuestra bendición.

Nos parece también que debemos cumplir el mandato confiado por Cristo a Pedro, del que somos sucesor, aunque el único en méritos, de confirmar en la fe a nuestros hermanos (2). Conscientes, ciertamente, de nuestra debilidad humana, pero con toda la fuerza que tal mandato imprime a nuestro espíritu, vamos a hacer una profesión de fe, a pronunciar un credo que, sin ser una definición dogmática propiamente dicha, recoge en sustancia, y en algún aspecto desarrollado en consonancia con la condición espiritual de nuestro tiempo, el credo de Nicea, el credo de la inmortal Tradición de la Santa Iglesia de Dios.


Crisis de Fe

1

Al hacerlo somos conscientes de la inquietud que agita en relación con la fe ciertos ambientes modernos, los cuales no se sustraen a la influencia de un mundo en profunda mutación en el que tantas cosas ciertas se impugnan o discuten. Nos vemos que aún algunos católicos se dejan llevar de una especie de pasión por el cambio y la novedad. La Iglesia, ciertamente, tiene siempre el deber de continuar su esfuerzo para profundizar y presentar, de una manera cada vez más adaptada a las generaciones que se suceden, los insondables misterios de Dios, ricos para todos de frutos de salvación. Pero es preciso al mismo tiempo tener el mayor cuidado, al cumplir el deber indispensable de búsqueda, de no atentar a las enseñanzas de la doctrina cristiana. Porque esto sería entonces originar, como se ve desgraciadamente hoy en día, turbación y perplejidad en muchas almas fieles.

Conviene a este propósito recordar que, por encima de lo observable, científicamente comprobado, la inteligencia que Dios nos ha dado alcanza "lo que es", y no solamente la expresión subjetiva de las estructuras y de la evolución de la conciencia; y por otra parte, que la incumbencia de la interpretación - de la hermenéutica - es tratar de comprender y de desentrañar, con respecto a la palabra pronunciada, el sentido propio de un texto, y en ningún modo crear este sentido de nuevo a merced de hipótesis arbitrarias.

Pero, por encima de todo, Nos ponemos nuestra inquebrantable confianza en el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, y en la fe teologal, sobre la que descansa la vida del Cuerpo Místico. Sabemos que las almas esperan la palabra del Vicario de Cristo y Nos respondemos a esta expectativa con las instrucciones que normalmente damos. Pero hoy tenemos la oportunidad de pronunciar una palabra más solemne. En este día elegido para clausurar el Año de la Fe, en esta fiesta de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, hemos querido ofrecer al Dios vivo el homenaje de una profesión de fe. Y como en otro tiempo en Cesarea de Filipo el apóstol Pedro tomó la palabra en nombre de los Doce para proclamar verdaderamente, por encima de las opiniones humanas, a Cristo, hijo del Dios vivo, así hoy su humilde sucesor, Pastor de la Iglesia universal, levanta su voz rindiendo, en nombre de todo el pueblo de Dios, su firme testimonio a la verdad divina confiada a la Iglesia para que ella la anuncie a todas las naciones.

Nos hemos querido que nuestra profesión de fe fuera bastante completa y explícita a fin de responder de una manera apropiada a la necesidad de luz que experimentan tantas almas fieles y todos aquellos que en el mundo, a cualquier familia espiritual que pertenezcan, están buscando la verdad. A gloria del Dios tres veces Santo y de Nuestro Señor Jesucristo, confiando en la ayuda de la Santísima Virgen María y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, para utilidad y edificación de la Iglesia, en nombre de todos los Pastores y de todos los fieles Nos pronunciamos ahora esta profesión de fe, en plena comunión espiritual con todos vosotros, queridos hermanos e hijos.


Profesión de Fe

2

Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de las cosas visibles como en este mundo en el que transcurre nuestra vida pasajera, de las cosas invisibles como los espíritus puros que reciben también el nombre de ángeles (3) y creador en cada hombre de su alma espiritual e inmortal.

Creemos que este Dios único es absolutamente uno en su esencia, infinitamente santo al igual que en todas sus perfecciones, en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y en su amor. El es "el que es", como lo ha revelado a Moisés (4), y "El es Amor", como el apóstol Juan nos lo enseña (5), de forma que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma realidad divina de Aquél que ha querido darse a conocer a nosotros y que, "habitando en una luz inaccesible" (6) está en sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada. Solamente Dios nos puede dar ese conocimiento justo y pleno revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados por gracia a participar, aquí abajo en la oscuridad de la fe y más allá de la muerte en la luz eterna. Los lazos mutuos que constituyen eternamente las Tres Personas, siendo cada una el solo y el mismo ser divino, son la bienaventurada vida íntima del Dios tres veces santo, infinitamente superior a lo que podemos concebir con la capacidad humana (7). Damos con todo gracias a la bondad divina por el hecho de que gran número de creyentes puedan atestiguar juntamente con nosotros delante de los hombres la Unidad de Dios, aunque no conozcan el Misterio de la Santísima Trinidad. Creemos, pues, en el Padre que engendra al Hijo desde la eternidad; en el Hijo Verbo de Dios, que es eternamente engendrado; en el Espíritu Santo, Persona increada, que procede del Padre y del Hijo, como eterno amor de ellos. De este modo en las Tres Personas divinas, "coaeternae sibi et coaequales" (8) sobreabundan y se consuman en la eminencia y la gloria, propia del Ser incredo, la vida y la bienaventuranza de Dios perfectamente uno, y siempre "se debe venerar la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad" (9).


Creemos en Jesucristo

3

Creemos en nuestro Señor Jesucristo, que es el Hijo de Dios. El es el Verbo eternal, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, "homoousios to Patri" (10) y por quien todo ha sido hecho. Se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María y se hizo hombre: igual por tanto al Padre, según la divinidad, inferior al Padre, según la humanidad (11), y uno en sí mismo, no por una imposible confusión de las naturalezas, sino por la unidad de la persona (12).

Habitó entre nosotros, con plenitud de gracia y de verdad. Anunció e instauró el reino de Dios y nos hizo conocer en El al Padre. Nos dio un mandamiento nuevo: amarnos los unos a los otros como El nos ha amado. Nos enseñó el camino de las bienaventuranzas del Evangelio: la pobreza de espíritu, la mansedumbre, el dolor soportado con paciencia, la sed de justicia, la misericordia, la pureza de corazón, la voluntad de paz, la persecución, soportada por la justicia. Padeció en tiempos de Poncio Pilato, como Cordero de Dios, que lleva sobre sí los pecados del mundo, y murió por nosotros en la Cruz, salvándonos con su sangre redentora. Fue sepultado y por su propio poder resucitó al tercer día, elevándonos por su Resurrección a la participación de la vida divina que es la vida de la gracia. Subió al Cielo y vendrá de nuevo esta vez con gloria para juzgar a vivos y muertos, a cada uno según sus méritos: quienes correspondieron al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna; quienes lo rechazaron hasta el fin, al fuego inextinguible.

Y su reino no tendrá fin.


Creemos en el Espíritu Santo

4

Creemos en el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria. El nos ha hablado por los profetas y ha sido enviado a nosotros por Cristo después de su Resurrección y su Ascensión al Padre; El ilumina, vivifica, protege y guía la Iglesia, purificando sus miembros si éstos no se sustraen a la gracia. Su acción, que penetra hasta lo más íntimo del alma, tiene el poder de hacer al hombre capaz de corresponder a la llamada de Jesús: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt., 5,48).

Creemos que María es la Madre, siempre Virgen, del Verbo Encarnado, nuestro Dios y Salvador Jesucristo (13) y que en virtud de esta elección singular, Ella ha sido, en atención a los méritos de su Hijo, redimida de modo eminente (14), preservada de toda mancha de pecado original (15) y colmada del don de la gracia más que todas las demás criaturas (16).

Asociada por un vínculo estrecho e indisoluble a los Misterios de la Encarnación y de la Redención (17), la Santísima Virgen, la Inmaculada, ha sido elevada al final de su vida terrena en cuerpo y alma a la gloria celestial (18) y configurada con su Hijo resucitado en la anticipación del destino futuro de todos los justos. Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia (19) continúa en el Cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos (20).


El Pecado Original

5

Creemos que en Adán todos pecaron, lo cual quiere decir que la falta original cometida por él hizo caer a la naturaleza humana, común a todos los hombres, en un estado en que experimenta las consecuencias de esta falta y que no es aquel en el que se hallaba la naturaleza al principio en nuestros padres, creados en santidad y justicia y en el que el hombre no conocía ni el mal ni la muerte. Esta naturaleza humana caída, despojada de la vestidura de la gracia, herida en sus propias fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte se transmite a todos los hombres y en este sentido todo hombre nace en pecado.

Sostenemos pues con el Concilio de Trento que el pecado original se transmite con la naturaleza humana, "no por imitación, sino por propagación", y por tanto "es propio de cada uno" (21) Creemos que Nuestro Señor Jesucristo, por el Sacrificio de la Cruz nos rescató del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que, según afirma el Apóstol, "donde había abundado el pecado, sobreabundó la gracia" (22). Creemos en un solo Bautismo, instituido por nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados. El Bautismo se debe administrar también a los niños que todavía no son culpables de pecados personales, para que, naciendo privados de la gracia sobrenatural, renazcan "del agua, y del Espíritu Santo a la vida en Cristo Jesús" (23).


Creemos en la Iglesia

6

Creemos en la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra que es Pedro. Ella es el Cuerpo Místico de Cristo, al mismo tiempo sociedad visible, instituida con organismos jerárquicos, y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre, el pueblo de Dios peregrino aquí abajo y la Iglesia colmada de bienes celestiales, el germen y las primicias del Reino de Dios, por el que se continúa a lo largo de la historia de la humanidad la obra y los dolores de la Redención y que tiende a su realización perfecta más allá del tiempo en la gloria (24). En el correr de los siglos Jesús, Señor, va formando su Iglesia por los sacramentos, que emanan de su plenitud (25). Por ellos hace participar a sus miembros en los misterios de la Muerte y de la Resurrección de Cristo, en la gracia del Espíritu Santo, fuente de vida y de actividad (26). Ella es, pues, santa, aun albergando en su seno a los pecadores, porque no tiene otra vida que la de la gracia: es, viviendo esta vida, como sus miembros se santifican; y es sustrayéndose a esta misma vida, como caen en el pecado y en los desórdenes que obstaculizan la irradiación de su santidad. Y es por esto que la Iglesia sufre y hace penitencia por tales faltas que ella tiene el poder de curar en sus hijos en virtud de la Sangre de Cristo y el Don del Espíritu Santo.

Heredera de las promesas divinas e hija de Abraham, según el Espíritu, por este Israel cuyas Escrituras guarda con amor y cuyos patriarcas y profetas venera; fundada sobre los apóstoles y transmitiendo de generación en generación su palabra siempre viva y sus poderes de pastores en el sucesor de Pedro y los obispos en comunión con él; asistida perennemente por el Espíritu Santo, tiene el encargo de guardar, enseñar, explicar y difundir la verdad que Dios ha revelado de una manera todavía velada por los profetas y plenamente por Cristo Jesús. Creemos todo lo que está contenido en la palabra de Dios escrita o transmitida y que la Iglesia propone para creer, como divinamente revelado, sea por una definición solemne, sea por el magisterio ordinario y universal (27). Creemos en la infabilidad de que goza el sucesor de Pedro, cuando enseña "ex cathedra" como Pastor y Maestro de todos los fieles (28), y de la que está asistido también el cuerpo de los obispos cuando ejerce el magisterio supremo en unión con él (29).


Esperanza de Unidad

7

Creemos que la Iglesia fundada por Cristo Jesús, y por la cual El oró, es indefectiblemente una en la fe, en el culto y en el vínculo de la comunión jerárquica. Dentro de esta Iglesia, la rica variedad de ritos litúrgicos y la legítima diversidad de patrimonios teológicos y espirituales, y de disciplinas particulares, lejos de perjudicar a su unidad, la manifiesta ventajosamente (30).

Reconociendo también, fuera del organismo de la Iglesia de Cristo, la existencia de numerosos elementos de verdad y de santificación que le pertenecen en propiedad y que tienden a la unidad católica (31), y creyendo en la acción del Espíritu Santo que suscita en el corazón de los discípulos de Cristo el amor a esta unidad (32), Nos abrigamos la esperanza de que los cristianos que no están todavía en plena comunión con la Iglesia única se reunirán un día en un solo rebaño, con un solo Pastor.

Creemos que la Iglesia es necesaria para salvarse, porque Cristo, el solo Mediador y Camino de salvación, se hace presente para nosotros en su Cuerpo que es la Iglesia (33). Pero el designio divino de la salvación abarca a todos los hombres; y los que sin culpa por su parte ignoran el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sinceridad y, bajo el influjo de la gracia, se esfuerzan por cumplir su voluntad conocida mediante la voz de la conciencia, éstos, cuyo número sólo Dios conoce, pueden obtener la salvación (34).

Creemos que la misa celebrada por el sacerdote, representante de la persona de Cristo, en virtud del poder recibido por el sacramento del Orden, y ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es el Sacrificio del Calvario, hecho presente sacramentalmente en nuestros altares. Creemos que del mismo modo que el pan y el vino consagrado por el Señor en la santa Cena se convirtieron en su Cuerpo y en su Sangre, que iban a ser ofrecidos por nosotros en la Cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo glorioso, sentado en el Cielo, y creemos que la misteriosa presencia del Señor, bajo lo que sigue apareciendo a nuestros sentidos igual que antes, es una presencia verdadera, real y sustancial (35).


La Transustanciación

8

Cristo no puede estar así presente en este Sacramento más que por la conversión de la realidad misma del pan en su Cuerpo y por la conversión de la realidad misma del vino en su Sangre, quedando solamente inmutadas las propiedades del pan y del vino, percibidas por nuestros sentidos. Este cambio misterioso es llamado por la Iglesia, de una manera muy apropiada, "transustanciación". Toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están desde ese momento realmente delante de nosotros, bajo las especies sacramentales del pan y del vino (36), como el Señor ha querido, para darse a nosotros en alimento y para asociarnos en la unidad de su Cuerpo Místico (37).

La existencia única e indivisible del Señor en el cielo no se multiplica sino que se hace presente por el Sacramento en los numerosos lugares de la tierra donde se celebra la misa. Y sigue presente, después del sacrificio, en el Santísimo Sacramento que está en el tabernáculo, corazón viviente de cada una de nuestras iglesias. Es para nosotros un dulcísimo deber honrar y adorar en la Santa Hostia que ven nuestros ojos al Verbo Encarnado a quien no pueden ver y que sin abandonar el Cielo se ha hecho presente ante nosotros.


El Reino de Dios no es de este Mundo

9

Confesamos que el Reino de Dios iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo no es de este mundo, cuya figura pasa, y que su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia o de la técnica humana, sino que consiste en conocer cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con más fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez más ardientemente al amor de Dios, en dispensar cada vez más abundantemente la gracia y la santidad entre los hombres.

Es este mismo amor el que impulsa a la Iglesia a preocuparse constantemente del verdadero bien temporal de los hombres. Sin cesar de recordar a sus hijos que ellos no tienen una morada permanente en este mundo, los alienta también en conformidad con la vocación y los medios de cada uno, a contribuir al bien de su ciudad terrenal, a promover la justicia, la paz, y la fraternidad entre los hombres, a prodigar ayuda a sus hermanos, en particular a los más pobres y desgraciados. La intensa solicitud de la Iglesia, Esposa de Cristo, por las necesidades de los hombres, por sus alegrías y esperanzas, por sus penas y esfuerzos, nace del gran deseo que tiene de estar presente entre ellos para iluminarlos con la luz de Cristo y juntar a todos en El, su único Salvador. Pero esta actitud nunca podrá comportar que la Iglesia se conforme con las cosas de este mundo ni que disminuya el ardor de la espera de su Señor y del Reino eterno.

Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de cuantos mueren en la gracia de Cristo, ya las que todavía deben ser purificadas en el Purgatorio, ya las que desde el instante en que dejan los cuerpos por Jesús son llevadas al Paraíso como hizo con el Buen Ladrón, constituyen el pueblo de Dios más allá de la muerte, la cual será definitivamente vencida en el día de la Resurrección cuando esas almas se unirán de nuevo a sus cuerpos.

Creemos que la multitud de aquellos que se encuentran reunidos en torno a Jesús y a María en el Paraíso forman la Iglesia del Cielo donde, en eterna bienaventuranza, ven a Dios tal como es (38) y donde se encuentran asociadas en grados diversos, con los santos ángeles al gobierno divino ejercido por Cristo en la gloria, intercediendo por nosotros y ayudando nuestra flaqueza mediante su solicitud fraternal (39).

Creemos en la comunión de todos los fieles de Cristo, de los que aún peregrinan en la tierra, de los difuntos que cumplen su purificación, de los bienaventurados del Cielo, formando todos juntos una sola Iglesia; y creemos que en esta comunión el amor misericordioso de Dios y de los santos escucha siempre nuestras plegarias, como el mismo Jesús nos ha dicho: pedid y recibiréis (40). De esta forma, con esta fe y esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.

¡Bendito sea Dios, tres veces santo! Amén.


Desde la Basílica Vaticana, 30 de junio de 1968.

Paulus PP. VI



Notas
(1) Cf. 1 Tim., 6,20.
(2) Cf. Luc., 22,32.
(3) Cf. "Dz. Sch." 3002.
(4) Cf. Ex., 3,14.
(5) Cf. 1 Jn., 4,8.
(6) 1 Tim., 6,16.
(7) Cf. "Dz. Sch." 804.
(8) "Dz. Sch." 75.
(9) "Dz. Sch." 75.
(10) "Dz. Sch." 150.
(11) Cf. "Dz. Sch." 76.
(12) Cf. :Dz. Sch." 76.
(13) Cf. "Dz. Sch." 251-252.
(14) Cf. "Lumen Gentium" 53.
(15) Cf. "Dz. Sch." 2803.
(16) Cf. "Lumen Gentium" 53.
(17) Cf. "Lumen Gentium" 53, 58, 61.
(18) Cf. "Dz. Sch." 3903.
(19) Cf. "Lumen Gentium" 53, 56, 61, 63; Pablo VI, "Aloc. en la clausura de la III Sección del Concilio Vat. II": AAS LVI (1964 1016); Exhort. Apost. "Signum Magnum", Introd.
(20) Cf. "Lumen Gentium" 62; Pablo VI, Exhort. Apost. "Signum Magnum", P. 1, n. 1.
(21) Cf. "Dz. Sch." 1513.
(22) Cf. Rom., 5,20.
(23) Cf. "Dz. Sch." 1514.
(24) Cf. "Lumen Gentium" 8 y 5.
(25) Cf. "Lumen Gentium" 7.11.
(26) Cf. "Sacrosanctum Concilium" 5,6; "Lumen Gentium" 7, 12, 50.
(27) Cf. "Dz. Sch." 3011.
(28) Cf. "Dz. Sch." 3074.
(29) Cf. "Lumen Gentium" 25.
(30) Cf. "Lumen Gentium" 23; "Orientalium Ecclesiarum" 2, 3, 5, 6.(31) Cf. "Lumen Gentium" 8.
(32) Cf. "Lumen Gentium" 15.
(33) Cf. "Lumen Gentium" 14.
(34) Cf. "Lumen Gentium" 16.
(35) Cf. "Dz. Sch." 1651.
(36) Cf. "Dz. Sch." 1642, 1651-1654; Pablo VI, Enc. "Mysterium Fidei".
(37) Cf. S. Th., III, 73,3.
(38) Cf. 1 Jn., 3,2; "Dz. Sch." 1000.
(39) Cf. "Lumen Gentium" 49.
(40) Cf. Luc. 10,9-10; Jn., 16,24.

viernes, 6 de marzo de 2009

Alocución a los Obispos en Chile (1988) - Josep Ratzinger


Alocución a los Obispos en Chile
Joseph Card. Ratzinger
13 de Julio de 1988



¡Estimados y queridos hermanos!

En primer lugar, querría agradecer de corazón su invitación tan amable para visitar vuestro país, y también por ofrecerme esta ocasión de encuentro y de diálogo fraterno. No me hago la ilusión de que se pueda conocer un país con una estadía de pocos días; sin embargo, es muy importante para mí la oportunidad de poder ver los lugares donde ustedes trabajan, y tener en alguna medida la experiencia del ambiente de la vida en la Iglesia en esta tierra.

El fin de mis palabras es encarecer el diálogo que debemos tener mutuamente. De modo general, suelo aprovechar la ocasión que me brindan estos encuentros para exponer brevemente algunas de las cuestiones de mayor importancia del trabajo en la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sin embargo, el cisma que parece abrirse con las ordenaciones de obispos del 30 de junio, me lleva a apartarme, por esta vez, de esa costumbre. Hoy querría simplemente comentar algunas cosas sobre el caso que concierne a Mons. Lefebvre. Más que detenerse en lo ocurrido, me parece que puede tener mayor trascendencia valorar las enseñanzas que puede sacar la Iglesia, para hoy y para el día de mañana, del conjunto de los acontecimientos. Para ello, querría anticipar, en primer lugar, algunas observaciones sobre la actitud de la Santa Sede en los coloquios con Mons. Lefebvre, y continuar después con una reflexión sobre las causas generales que originan esta situación y que, por encima del caso particular, nos atañen a todos.


I. La actitud de la Santa Sede en los coloquios con Lefebvre

En los últimos meses hemos invertido una buena cantidad de trabajo en el problema de Lefebvre, con el empeño sincero de crear para su movimiento un espacio vital adecuado en el interior de la Iglesia. Se ha criticado a la Santa Sede por esto desde muchas partes. Se ha dicho que había cedido a la presión del cisma; que no había defendido con la fuerza debida el Concilio Vaticano II; que, mientras actuaba con gran dureza contra los movimientos progresistas, mostraba demasiada comprensión con la rebelión restauradora. El desarrollo ulterior de los acontecimientos ha refutado suficientemente estas aseveraciones. El mito de la dureza del Vaticano, cara a las digresiones progresistas, ha resultado una elucubración vacía. Hasta la fecha, se han emitido fundamentalmente amonestaciones, y en ningún caso penas canónicas en sentido propio. El hecho de que Lefebvre haya denunciado al final el acuerdo firma­do, muestra que la Santa Sede, a pesar de haber hecho concesiones verdaderamente amplias, no le ha otorgado la licencia global que deseaba. En la parte fundamental de los acuerdos, Lefebvre había reconocido que debía aceptar el Vaticano II y las afir­maciones del Magisterio postconciliar, con la autoridad propia de cada documento. Es una contradicción que sean precisamente aquellos que no han dejado pasar por alto ninguna ocasión para vocear en todo el mundo su desobediencia al Papa y a las declaraciones magisteriales de los últimos 20 años, los que juzgan esta postura demasiado tibia y piden que se exija una obediencia omnímoda hacia el Vaticano II. También se pretendía que el Vaticano había concedido a Lefebvre un derecho al disenso, que se niega persistentemente a los componentes de tendencia progresista. En realidad, lo único que se afirmaba en el convenio -siguiendo a la Lumen Gentium en su núm. 25- era el simple hecho, de que no todos los documentos del Concilio tienen el mismo rango.

En el acuerdo se preveía también explícitamente que debía evitarse la polémica pública, y se solicitaba una actitud positiva de respeto a las medidas y declaraciones oficiales. Se concedía, asimismo, que la confraternidad pudiera presentar a la Santa Sede -quedando intacto el derecho de decisión de ésta- sus dificultades en cuestiones de interpretación y de reformas en el ámbito jurídico y litúrgico. Todo esto ciertamente muestra suficientemente que Roma ha unido, en este difícil diálogo, la generosidad en todo lo negociable, con la firmeza en lo esencial. Es muy reveladora la explicación que el mismo Mons. Lefebvre ha dado de la retractación de su asentimiento. Declaró que ahora había comprendido que el acuerdo suscrito apuntaba solamente a integrar su fundación en la “Iglesia del Concilio”. La Iglesia Católica en comunión con el Papa es, para él, la “Iglesia del Concilio” que se ha desprendido de su propio pasado. Parece que ya no logra ver que se trata sencillamente de la Iglesia Católica con la totalidad de la Tradición, a la que también pertenece el Concilio Vaticano II.


II. Reflexiones sobre las causas más profundas del caso Lefebvre

El problema planteado por Lefebvre, sin embargo, no se termina con la ruptura del 30 de junio. Sería demasiado cómodo dejarse llevar por una especie de triunfalismo, y pensar que este problema ha dejado de serlo desde el momento en que el movimiento de Lefebvre se ha separado netamente de la Iglesia. Un cristiano nunca puede ni debe alegrarse de una desunión. Aunque con toda seguridad la culpa no pueda achacarse a la Santa Sede, es nuestra obligación preguntarnos qué errores hemos cometido, qué errores estamos cometiendo. Las pautas con que se valora el pasado, desde la aparición del decreto sobre el ecumenismo del Vaticano II, deben, como es lógico, tener valor también para el presente. Uno de los descubrimientos fundamentales de la teología del ecumenismo es que los cismas se pueden producir únicamente cuando, en la Iglesia, ya no se viven y aman algunas verdades y algunos valores de la fe cristiana. La verdad marginada se independiza, queda arrancada de la totalidad de la estructura eclesial, y alrededor de ella se forma entonces el nuevo movimiento. Nos debe hacer reflexionar el hecho de que no pocos hombres, más allá del círculo más restringido de los miembros de la confraternidad de Lefebvre, están viendo en este hombre una especie de guía o, por lo menos, un aleccionador útil. No es suficiente remitirse a motivos políticos, o a la nostalgia y otras razones secundarias de tipo cultural. Esas causas no serían suficientes para atraer también, y de modo especial, jóvenes, de muy diversos países, y bajo condiciones políticas o culturales completamente diferentes. Ciertamente, la visión estrecha, unilateral, se nota en todas partes; sin embargo, el fenómeno en su conjunto no sería pensable si no estuvieran también en juego elementos positivos, que generalmente no encuentran suficiente espacio vital en la Iglesia de hoy. Por todo ello, deberíamos considerar esta situación primordialmente como una ocasión de examen de conciencia. Debemos dejarnos preguntar en serio sobre las deficiencias en nuestra pastoral, que son denunciadas por todos estos acontecimientos. De este modo podremos ofrecer un lugar a los que están buscando y preguntando dentro de la Iglesia, y así lograremos convertir el cisma en superfluo, desde el mismo interior de la Iglesia. Querría nombrar tres aspectos que, según mi opinión, tienen un papel importante a este respecto.

a) Lo santo y lo profano

Hay muchas razones que pueden haber motivado que muchas personas busquen un refugio en la vieja liturgia. Una primera e importante es que allí encuentran custodiada la dignidad de lo sagrado. Con posterioridad al Concilio, muchos elevaron intencionadamente a nivel de programa la «desacralización», explicando que el Nuevo Testamento había abolido el culto del Templo: la cortina del Templo desgarrada en el momento de la muerte de cruz de Cristo significaría –según ellos– el final de lo sacro. La muerte de Jesús fuera de las murallas, es decir, en el ámbito público, es ahora el culto verdadero. El culto, si es que existe, se da en la no-sacralidad de la vida cotidiana, en el amor vivido. Empujados por esos razonamientos, se arrinconaron las vestimentas sagradas; se libró a las iglesias, en la mayor medida posible, del esplendor que recuerda lo sacro; y se redujo la liturgia, en cuanto cabía, al lenguaje y gestos de la vida ordinaria, por medio de saludos, signos comunes de amistad y cosas parecidas.

Sin embargo, con tales teorías y una tal praxis se desconocía completamente la conexión real entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; se había olvidado que este mundo todavía no es el Reino de Dios y que «el Santo de Dios» (Io 6,69) sigue estando en contradicción con el mundo; que necesitamos de la purificación para acercarnos a Él; que lo profano, también después de la muerte y resurrección de Jesús, no ha llegado a ser lo santo. El Resucitado se ha aparecido sólo a aquellos cuyo corazón se ha dejado abrir para Él, para el Santo: no se ha manifestado a todo el mundo. De este mundo se ha abierto el nuevo espacio del culto, al que ahora estamos remitidos todos; a ese culto que consiste en acercarse a la comunidad del Resucitado, a cuyos pies se postraron las mujeres y le adoraron (Mt 28,9). No quiero en este momento desarrollar más este punto, sino sólo sacar directamente la conclusión: debemos recuperar la dimensión de lo sagrado en la liturgia. La liturgia no es festival, no es una reunión placentera. No tiene importancia, ni de lejos, que el párroco consiga llevar a cabo ideas sugestivas o elucubraciones imaginativas. La liturgia es el hacerse presente del Dios tres veces santo entre nosotros, es la zarza ardiente, y es la Alianza de Dios con el hombre en Jesucristo, el Muerto y Resucitado. La grandeza de la liturgia no se funda en que ofrezca un entretenimiento interesante, sino en que llega a tocarnos el Totalmente-Otro, a quien no podríamos hacer venir. Viene porque quiere. Dicho de otro modo, lo esencial en la liturgia es el misterio, que se realiza en el rito común de la Iglesia; todo lo demás la rebaja. Los hombres lo experimentan vivamente, y se sienten engañados cuando el misterio se convierte en diversión, cuando el actor principal en la liturgia ya no es el Dios vivo, sino el sacerdote o el animador litúrgico.

b) La no-arbitrariedad de la fe y de su continuidad

Defender el Concilio Vaticano II, en contra de Monseñor Lefebvre, como válido y vinculante en la Iglesia, es y va a seguir siendo una necesidad. Sin embargo, exis­te una actitud de miras estrechas que aísla el Vaticano II y que ha provocado la oposición. Muchas exposiciones dan la impresión de que, después del Vaticano II, todo haya cambiado y lo anterior ya no puede tener validez, o, en el mejor de los casos, sólo la tendrá a la luz del Vaticano II. El Concilio Vaticano II no se trata como parte de la totalidad de la Tradición viva de la Iglesia, sino directamente como el fin de la Tradición y como un recomenzar enteramente de cero. La verdad es que el mismo Concilio no ha definido ningún dogma y ha querido de modo consciente expresarse en un rango más modesto, meramente como Concilio pastoral; sin embargo, mu­chos lo interpretan como si fuera casi el superdogma que quita importancia a todo lo demás.

Esta impresión se refuerza especialmente por hechos que ocurren en la vida corriente. Lo que antes era considerado lo más santo –la forma transmitida por la liturgia–, de repente aparece como lo más prohibido y lo único que con seguridad debe rechazarse. No se tolera la crítica a las medidas del tiempo postconciliar; pero donde están en juego las antiguas reglas, o las grandes verdades de la fe –por ejemplo, la virginidad corporal de María, la resurrección corporal de Jesús, la inmortalidad del alma, etc.–, o bien no se reacciona en absoluto, o bien se hace sólo de forma extremadamente atenuada. Yo mismo he podido ver, cuando era profesor, cómo el mismo obispo que antes del Concilio había rechazado a un profesor irreprochable por su modo de hablar un poco tosco, no se veía capaz, después del Concilio, de rechazar a otro profesor que negaba abiertamente algunas verdades fundamentales de la fe. Todo esto lleva a muchas personas a preguntarse si la Iglesia de hoy es realmente todavía la misma de ayer, o si no será que se la han cambiado por otra sin avisarles. La única manera para hacer creíble el Vaticano II es presentarlo claramente como lo que es: una parte de la entera y única Tradición de la Iglesia y de su fe.

c) La unicidad de la verdad

Dejando ahora aparte la cuestión litúrgica, los puntos centrales del conflicto son, actualmente, el ataque contra el decreto sobre la libertad religiosa y contra el pretendido espíritu de Asís. En ellos Lefebvre traza las fronteras entre su posición y la de la Iglesia Católica de hoy. No es necesario añadir expresamente que no se pueden aceptar sus afirmaciones en este terreno. Pero no vamos a ocuparnos aquí de sus errores, sino que queremos preguntarnos dónde está la falta de claridad en nosotros mismos. Para Lefebvre, se trata de la lucha contra el liberalismo ideológico, contra la relativización de la verdad. Evidentemente, no estamos de acuerdo con él en que el texto del Concilio sobre la libertad religiosa o la oración de Asís, según las intenciones queridas por el Papa, son relativizaciones. Sin embargo, es verdad que, en el movimiento espiritual del tiempo postconciliar, se daba muchas veces un olvido, incluso una supresión de la cuestión de la verdad; quizás apuntamos aquí al problema crucial de la teología y la pastoral de hoy.

La «verdad» apareció de pronto como una pretensión demasiado alta, un «triunfalismo» que ya no podía permitirse. Este proceso se verifica de modo claro en la crisis en la que han caído el ideal y la praxis misionera. Si no apuntamos a la verdad al anunciar nuestra fe, y si esa verdad ya no es esencial para la salvación del hombre, entonces las misiones pierden su sentido. En efecto, se deducía y se deduce la conclusión que, en el futuro, se debe buscar sólo que los cristianos sean buenos cris­tianos, los musulmanes buenos musulmanes, los hindúes buenos hindúes, etc. Pero, ¿cómo se puede saber cuándo alguien es «buen» cristiano o «buen» musulmán? La idea de que todas las religiosas son, hablando con propiedad, solamente símbolos de lo incomprensible en último término, gana terreno rápidamente también en la teología y ya entra profundamente en la praxis litúrgica. Allí donde se produce ese fenómeno, la fe como tal queda abandonada, pues consiste precisamente en que yo me confío a la verdad en tanto que reconocida. Así, cierta­mente, tenemos todas las motivaciones para volver al buen sentido también en esto. Si conseguimos mostrar y vivir de nuevo la totalidad de lo católico en estos puntos, entonces podemos esperar que el cisma de Lefebvre no será de larga duración.



lunes, 2 de marzo de 2009

Esta vez el Rin inundó Roma - Mario Caponnetto


Esta vez el Rin inundó Roma
Mario Caponnetto



El levantamiento de las excomuniones que, desde 1989, pesaban sobre cuatro obispos de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X es, a no dudarlo, un hecho de enorme trascendencia y de profundo significado eclesial. Además, se inscribe en una serie de gestos y actitudes de Benedicto XVI que otorgan a su Pontificado un perfil muy propio y que permiten vislumbrar su orientación fundamental. En pocas palabras se trata de esto: el Papa es conciente de la profunda crisis que sacude a la Iglesia desde el Vaticano II (y antes, también); sabe muy bien que poderosas fuerzas operan desde dentro de la Iglesia procurando socavar los fundamentos mismos de la Fe imponiendo, contra viento y marea, viejos y nuevos errores; conoce a los antiguos y actuales personeros de esas fuerzas oscuras que, de alguna manera, él mismo acompañó en su juventud (aunque gracias a su privilegiada inteligencia muy pronto se apartó de ellas; hecho este que, quizás, explique la tirria y el rencor que hoy le profesan). En consecuencia, se ha dispuesto restañar las heridas, soldar las fracturas, restaurar la sana doctrina e insinuar la “reforma de la reforma” que, aunque tiene su epicentro en la liturgia, va mucho más allá como que apunta a la misma Fe: lex credendi, lex orandi.

Ahora bien, esta gran tarea gira, hoy, en torno a única cuestión: el Concilio Vaticano II, la piedra con la que tropezaron Lefevre y sus seguidores y los llevó al cisma. Desde el primer día de su Pontificado Benedicto XVI ha sido muy claro: el Concilio ha de ser leído a la luz de la Tradición. La fórmula, en su enunciación, es sencilla y perfecta; pero llevarla a la práctica no es tan sencillo. De hecho, ¿es posible semejante lectura sin que ello conlleve, necesariamente, el abandono y el firme rechazo de esa otra “lectura” que se ha venido difundiendo e imponiendo durante todos estos años sin que las oportunas correcciones, aclaraciones y precisiones del Magisterio de Paulo VI y Juan Pablo II hayan logrado detenerla o neutralizarla? Sin duda que no. El Papa ha denunciado un “espíritu rupturista” y lo ha rechazado. Quiere decir, en buena lógica, que cualquier interpretación del Concilio hecha en clave de ruptura y contraria a la Tradición no tiene lugar en la Iglesia. Dejemos de lado, por ahora, las reales dificultades teológicas que, en la práctica, presenta todo intento de “leer” el Concilio en la perspectiva de la Tradición: esas dificultades existen, no pueden soslayarse pero no son insuperables. Al levantar la excomunión de los obispos cismáticos, Benedicto inició, precisamente, el camino de superación de esas dificultades mediante el diálogo, el estudio y, sobre todo, una larga paciencia. Pero, insistimos, este gesto y el camino que él inicia dejan fuera al espíritu de ruptura. Espíritu de ruptura que, aunque no se lo llame con este nombre, no es otra cosa que la herejía modernista. Esta expresión no está -y quizás nunca esté- en el léxico de Benedicto XVI: pero más allá del nombre con que se la identifique, la cosa nombrada es una y la misma.

Y es cuanto llevamos dicho lo que explica la tormenta desatada en ocasión del Decreto que puso fin a las excomuniones. Más aún, es la única explicación. En esto es preciso no equivocarse: todo este revuelo, este verdadero tsunami eclesiástico que no amaina, no es otra cosa que la reacción del progresismo que tiene su epicentro en Alemania y se extiende a los llamados países del Rin. Es la “Alianza del Rin” que vuelve a la carga e intenta, otra vez, como en los lejanos días del Concilio, desembocar en el Tiber.

Veamos algunos hechos. En su edición del pasado 11 de febrero el Boletín de la Agencia Católica Argentina (AICA) nos informa que “el levantamiento de la excomunión a los obispos ordenados por monseñor Marcel Lefebvre ocuparon y ocupan (sic) aún páginas de los principales medios de información del mundo occidental, pero la mayor reacción ocurrió en la patria de Benedicto XVI, Alemania” (el destacado es nuestro). A continuación trae unas declaraciones del filósofo alemán Robert Spaemann, hechas al diario italiano Avvenire, en las que, entre otras muchas cosas, el entrevistado califica de “histeria colectiva” la reacción desatada y agrega esta sugestiva aclaración: “hay en el mundo una gran oposición a una reconciliación de la Iglesia con el mundo tradicional”. Hacia el final es todavía más explícito: “se trata de la dificultad de aceptar un Pontificado que huye de las falsedades. Un Papa que, simplemente, propone la Doctrina de la Iglesia y lo hace sin la dureza que muchos esperaban sino con gran dulzura y calma”. Conviene recordar que Spaemann es un destacado filósofo católico que se distingue por su aguda crítica de la modernidad y del relativismo a la par que por su vigorosa afirmación de la verdad católica. Tal vez sea, hoy, una de las pocas mentes lúcidas y valientes en tierras germanas.

En cuanto a la reacción episcopal, ella estuvo encabezada nada menos que por el Cardenal Karl Lehmann, ex presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, quien consideró, sin mayores eufemismos, “la rehabilitación de Williamson” como una “catástrofe” para todos los supervivientes del Holocausto y exigió “una clara disculpa desde una alta instancia”. Recordemos que este Cardenal, en más de una ocasión, se declaró hijo espiritual de Karl Rhaner. Tampoco se han de olvidar las serias dificultades y entredichos que la Conferencia Episcopal Alemana, en tiempos en que Lehmann era su Presidente, tuvo con Juan Pablo II respecto de dos temas cruciales: ciertos desvíos del ecumenismo (que motivaron una enérgica Carta del entonces Papa) y la ambigua actitud de la Iglesia alemana en los “consultorios” de orientación de mujeres embarazadas respecto de la extensión de certificados en pro del aborto (esto también fue motivo de otra Carta del mismo Papa). Como se ve, los antecedentes de este celoso defensor de la Shoah en punto a ortodoxia católica no son demasiado brillantes.

Fuera de Alemania, pero siempre desde las tierras del Rin, el Arzobispo y Cardenal de Viena, Christoph Schönborn, criticó a “la burocracia vaticana” (en buen romance, al Papa) que, según sus propias palabras, “obviamente no examinó el asunto cuidadosamente”. “Ha habido un error -añadió-, porque quien niega la Shoah no puede ser rehabilitado para un cargo en la Iglesia”. Sin embargo, el Arzobispo vienés no exhibe el mismo celo en lo que respecta a la dignidad del culto: no hace mucho un video lo mostraba “presidiendo” una Eucaristía con globos, monigotes, música bailable y demás aditamentos de la “nueva liturgia”.

Desde la fría y gris Suiza nos llegó, a su vez, infaltable, la voz envejecida y anacrónica del “teólogo” Hans Küng quien no sólo afirmo que el Papa “ha cometido un error colosal acogiendo a los cuatro obispos que dieron la espalda al segundo Concilio Vaticano; y no sólo en lo que concierne al Judaísmo, sino a la libertad de religión y de conciencia en general; al entendimiento con las iglesias evangélicas, el acercamiento al Islam y otras religiones del mundo y las reformas litúrgicas”, sino que, en un artículo publicado en el diario La Nación del pasado domingo 15 de febrero, deplora que Benedicto XVI no ¡imite al Presidente Obama!

Estas y muchas cosas más se han visto y oído en estos días. Cosas que nos hicieron reflexionar. El mal está dentro de la Iglesia. Más de cuarenta años después del Concilio, el Rin sigue intentando desembocar en el Tiber y adueñarse de la Iglesia. Hace algunos años, Ralph M. Witgen, un sacerdote norteamericano que fue director de la agencia de noticias “Divine Word”, en Roma, durante el Concilio Vaticano II, escribió un libro al que puso por título El Rin desemboca en el Tiber. Según el autor, el Vaticano II fue la lid en la que se enfrentaron dialécticamente dos sectores, fuertemente enfrentados, organizados en dos agrupaciones, la Alianza Europea y el Grupo Internacional de Padres. La Alianza Europea, “el Rin” a que se refiere el autor, estaba encabezada por el alemán Cardenal Frings y el austriaco Köning, y contaba con la mayoría de los prelados de Alemania, Austria, Bélgica, Holanda y Suiza. Este grupo, asesorado entre otros por el teólogo jesuita K. Rahner, logró ocupar una posición privilegiada y procuró, por todos los medios, imponer sus criterios sobre puntos fundamentales como colegialidad, ecumenismo, libertad religiosa, liturgia y no condenación del comunismo.

Tal vez este libro tenga una visión demasiado humana de lo que sucedió en el Concilio. No es el caso discutir ahora este punto. Pero su denuncia en esencia es válida: la “Alianza del Rin” existió y sigue activa. Sus intentos no cesan; y, al parecer, esta vez, el Rin no sólo desembocó en el Tiber sino que inundó Roma. Pero, gracias a Dios, el Señor sigue durmiendo en la popa de la Nave.


domingo, 1 de marzo de 2009

¿Por qué debo asistir a Misa todos los días?

¿Por qué debo asistir a Misa todos los días?


“¡La Misa es la forma más perfecta de hacer oración!” (Papa Paulo VI).

"Por cada misa que se asiste con devoción, Nuestro Señor enviará a un santo a consolarnos a la hora de la muerte" (Revelación de Jesucristo a Santa Gertrudes la Mayor).

El Padre Pio, sacerdote estigmatizado, ha dicho: "Sería más fácil la existencia del mundo sin el sol que sin la Santa Misa".

El santo cura de Ars San Juan María Vianney afirmó: “Si conociéramos el valor de La Santa Misa nos moriríamos de alegría”.

Un célebre doctor de la iglesia llamado San Anselmo, ha declarado: “Una sola misa ofrecida y oída en vida con devoción, por el bien propio, puede valer más que mil misas celebradas por la misma intención, después de la muerte”.

San Leonardo de Puerto Mauricio apoya esta declaración, diciendo que “una misa antes de la muerte puede ser más provechosa que muchas después de ella…”.

"La celebración de la Santa Misa sería más provechosa para los fieles si la procuraran en vida. Sería mucho mejor que el hecho de esperar hasta más tarde, y pedir entonces que se ofrezca por el eterno descanso del alma, después de la muerte" (Papa Benedicto XV).

En cierta ocasión, Santa Teresa se sentía inundada de la bondad de Dios. Entonces le hizo esta pregunta a Nuestro Señor: “Señor mío, ¿cómo Os podré agradecer?. Nuestro Señor le contestó: ASISTID A UNA MISA”.

En cierta ocasión La Santísima Virgen María habló a su fiel servidor, Alain, diciéndole: “Tanto ama mi Hijo a los que asisten al Santo Sacrificio de la Misa, que si fuera necesario, volvería a morir por ellos, tantas veces como cuantas Misas hayan oído”.


(Pagina 107, del último párrafo de “Explicación Du Saint Sacrifice De La Messe” par le R.P. Martín de Cochem Friere-Mineur Capucin.)



No deje de ver el siguiente video sobre el Santo Sacrificio de la Misa