lunes, 26 de enero de 2009

Escritura, Tradición y Magisterio - Mons. Francisco Pérez González


Escritura, Tradición y Magisterio
Mons. Francisco Pérez González


Arzobispo de Pamplona, Obispo de Tudela y Director de Obras Misionales Pontificias en España


En este momento podemos recordar lo que decía Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica “Ecclesia in Europa” (nº 45): “El Evangelio de la esperanza, entregado a la Iglesia y asimilado por ella, exige que se anuncie y testimonie cada día. Esta es la vocación propia de la Iglesia en todo tiempo y lugar… ¡Iglesia en Europa! Te espera la tarea de la ‘nueva evangelización’. Recobra el entusiasmo del anuncio”.

Hoy día se percibe entre los cristianos la necesidad de una gran reflexión a cerca de la Palabra de Dios. Así lo ha puesto de manifiesto la consulta que el Santo Padre quiso hacer al episcopado mundial, hace tres años, acerca del tema que interesaría afrontar en la próxima Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Como es sabido, la mayor parte de las respuestas coincidían en proponer la Palabra de Dios como argumento central para la reflexión. Por eso, atendiendo al deseo prioritario de las Iglesias particulares, dado a conocer en esas respuestas de los Obispos, sus Pastores, Benedicto XVI propuso que la Asamblea General que se reunirá en Roma durante el próximo mes de octubre tratase sobre La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia.

Este interés por la Palabra de Dios, actualmente muy vivo en la sensibilidad cristiana, ha aflorado de modo espontáneo, en más de una ocasión, durante los encuentros del Papa con gente joven, en los que, de un modo u otro, se van planteando muchas de las preguntas que la gente de la calle se hace acerca de las grandes cuestiones de la fe y de la vida cristiana.

En una de esas ocasiones, con motivo de la preparación de la 21º Jornada Mundial de la Juventud, el 6 de abril de 2006, Benedicto XVI se reunió en la Plaza de San Pedro con un grupo numeroso de jóvenes de Roma y del Lazio [1]. En ese encuentro, un chico de 21 años, estudiante de ingeniería química en la Universidad de “La Sapienza” le exponía con sencillez sus inquietudes con estas palabras:

«Ante las preocupaciones, las incertidumbres con respecto al futuro e incluso simplemente cuando afronto la rutina de la vida diaria, también yo siento la necesidad de alimentarme de la palabra de Dios y conocer mejor a Cristo, a fin de encontrar respuestas a mis interrogantes. A menudo me pregunto qué haría Jesús si estuviera en mi lugar en una situación determinada, pero no siempre logro comprender lo que me dice la Biblia. Además, sé que los libros de la Biblia fueron escritos por hombres diversos, en épocas diversas y todas muy lejos de mí. ¿Cómo puedo reconocer que lo que leo es, en cualquier caso, palabra de Dios que interpela mi vida?»

La respuesta de Benedicto XVI fue bien esclarecedora desde sus primeras frases:

«Un primer punto: Es preciso leer la sagrada Escritura no como un libro histórico cualquiera, por ejemplo como leemos a Homero, a Ovidio o a Horacio. Hay que leerla realmente como palabra de Dios, es decir, entablando una conversación con Dios. Al inicio hay que orar, hablar con el Señor: “Ábreme la puerta”. Es lo que dice con frecuencia san Agustín en sus homilías: “He llamado a la puerta de la Palabra para encontrar finalmente lo que el Señor me quiere decir”».

Y, a continuación, añadía:

«Un segundo punto es: la sagrada Escritura introduce en la comunión con la familia de Dios. (…) Y un tercer punto: si es importante leer la sagrada Escritura con la ayuda de maestros, acompañados de los amigos, de los compañeros de camino, es importante de modo especial leerla en la gran compañía del pueblo de Dios peregrino, es decir, en la Iglesia».

El Papa mostraba así, de un modo claro y pedagógico, que entre Sagrada Escritura e Iglesia, hay una íntima relación, desde la que cada una de ellas se comprende en plenitud.

Y continuaba explicando de qué modo se puede interpretar adecuadamente la Biblia para atender en ella a la Palabra de Dios que interpela:

«Escuchando a Dios se aprende a escuchar la palabra de Dios, y luego también a interpretarla. Así se hace presente la palabra de Dios, porque las personas mueren, pero el sujeto vital, el pueblo de Dios, está siempre vivo y es idéntico a lo largo de los milenios: es siempre el mismo sujeto vivo, en el que vive la Palabra».

El mismo Benedicto XVI había querido explicar, en otra ocasión, las consecuencias que se siguen, a la hora de interpretar la Biblia, de la íntima relación entre la Iglesia y la Palabra de Dios. Fue en la ceremonia de toma de posesión de la Basílica de Letrán, en los primeros días de su pontificado:

«En la Iglesia, la Sagrada Escritura –cuya comprensión crece bajo la inspiración del Espíritu Santo– y el ministerio de la interpretación auténtica –conferido a los apóstoles–, se pertenecen mutuamente de manera indisoluble. Allí donde la Sagrada Escritura es extraída de la voz viva de la Iglesia, se convierte en víctima de las disputas de los expertos. Ciertamente todo lo que éstos pueden decirnos es importante y precioso; el trabajo de los sabios nos es de notable ayuda para poder comprender el proceso vivo con el que creció la Escritura y comprender así su riqueza histórica. Pero la ciencia por sí sola no puede ofrecernos una interpretación definitiva y vinculante; nos es capaz de darnos, en la interpretación, esa certeza con la que podemos vivir y por la que también podemos morir. Para ello se necesita la voz de la Iglesia viva, de esa Iglesia confiada a Pedro y al colegio de los apóstoles hasta el final de los tiempos» [2].

Sobre esta cuestión es sobre la que quisiera compartir con ustedes ahora algunas reflexiones. Es decir, sobre la Palabra de Dios recibida en la Iglesia, sobre su proclamación en cada momento de la historia, y sobre la tarea que compete a Pedro y al colegio de los apóstoles para que esa Palabra se haga vida hasta el fin de los tiempos.


La Palabra de Dios, precede y sostiene a la Iglesia

Comencemos, pues, por recordar lo que la Iglesia sabe acerca de esa Palabra que le ha sido entregada, y en la que se fundamenta.

Lo formuló con claridad el 18 de noviembre de 1965, al promulgar la Constitución Dogmática Dei Verbum. En ella la Iglesia expresaba del modo más solemne su reflexión acerca de esa Palabra que la constituye. Su comienzo es bien significativo: Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans… (Escuchando religiosamente la Palabra de Dios y proclamándola confiadamente…). Esta sencilla formulación presupone en sí misma que Iglesia y Palabra de Dios son dos realidades que están inseparablemente unidas. En efecto, la Iglesia es ante todo una comunidad que escucha y proclama la Palabra de Dios. Primero, la escucha. Después, la anuncia: «La Iglesia no vive de sí misma sino del Evangelio y encuentra siempre y de nuevo su orientación en él para su camino. Es algo que tiene que tener en cuenta cada cristiano y aplicarse a sí mismo: sólo quien escucha la Palabra puede convertirse después en su anunciador. No debe enseñar su propia sabiduría, sino la sabiduría de Dios, que con frecuencia parece necedad a los ojos del mundo (Cf. 1 Corintios 1, 23)» [3].

La Iglesia vive a la escucha de la Palabra de Dios. Es una comunidad que custodia una Palabra (lógos, verbum) que ha escuchado. No la ha imaginado, ni es producto de una genial creatividad colectiva. Una Palabra que sobrepasa las capacidades humanas de conocimiento, pero que no se opone a la razón humana sino que es conforme a ella. Simplemente es más grande. Ha recibido una Palabra que contiene la respuesta adecuada a las más hondas aspiraciones de cada persona, de cada pueblo, de cada sociedad, y de la humanidad en su conjunto.

La Iglesia vive de una Palabra, el Verbo eterno de Dios, por el que todo ha sido hecho (cfr. Jn 1,1-3). Una Palabra creadora, que nos precede y nos sostiene, y por eso puede ser el fundamento de nuestra vida. Nosotros sabemos y tenemos experiencia de que contando solamente con nuestras fuerzas no nos podemos mantener por siempre, ni tampoco dar una respuesta convincente a las grandes aspiraciones de la inteligencia y el corazón. Sólo en ese Verbo por el que hemos sido hechos, en esa Palabra que es un presupuesto que nos viene dado, es posible encontrar el apoyo que nos permite alzarnos sobre los límites de nuestro ser.

Una de las características ineludibles de la realidad misma de esa Palabra que nos ha sido dada, que nos sostiene y eleva, que nos da la capacidad de trascender los límites de nuestras fuerzas, es que por su propia naturaleza reclama para sí una auctoritas. Esa Palabra que nos precede ejerce su autoridad sobre nosotros, y por eso no podemos gestionarla de cualquier modo. No puede ser modificada al arbitrio del ingenio creativo, ni ser reelaborada para hacerla más convincente a una determinada mentalidad cultural o histórica forzando su adaptación hasta límites que la desnaturalicen, pues en esos casos quedaría reducida a una simple palabra humana, más o menos inteligente y atractiva, pero que habría perdido su vigor intrínseco. No está en nuestras manos realizar ajustes en ella. Más bien al contrario, esa Palabra nos incita a ponderar qué recomposiciones tenemos que llevar a cabo en nosotros mismos y en nuestro modo de proceder para ajustarnos a ella y no diluir su vitalidad. Recomposiciones personales que afectan tanto al comportamiento como al modo mismo de pensar.

Sólo respetando la auctoritas de la Palabra que nos precede y es causa de la racionalidad de todo cuanto existe podemos contemplar todas las realidades con la perspectiva que permite acceder al conocimiento pleno de la verdad. Únicamente con la claridad de esa Palabra se esfuman los velos de niebla que difuminan la realidad, y es posible dejar a la vista las cosas tal y como son.

La Iglesia vive continuamente a la escucha de la Palabra de Dios porque sabe no sólo de quién procede sino también para qué nos ha sido dada. La propia Constitución Dogmática Dei Verbum lo expresa así:

«Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina» (n.2).

La Revelación es la manifestación de Dios mismo que sale a nuestro encuentro, es la Palabra de Dios, expresión de la intimidad divina que se da a conocer a los hombres.

En el lenguaje corriente se tiende a reducir la Revelación al conjunto de contenidos revelados, pero esa simplificación, que se ha introducido tardíamente en la teología, si no se matiza, es inexacta. En efecto, la Revelación divina no es sin más un almacén de formulaciones doctrinales, ni una colección de sentencias y proverbios morales. Es una realidad más amplia. La Revelación es una comunicación, que sólo se da si además de un emisor hay un receptor capaz de recibir lo que se le ha hecho llegar [4].

El emisor es Dios, que se ha dado a conocer mediante hechos y palabras. La creación del mundo y del hombre, la elección y formación de un pueblo al que eligió y fue conduciendo valiéndose de unos hombres sobre los que reposa el Espíritu, y sobre todo la encarnación del Verbo para llevar a cabo la redención del género humano, son algunos de los hechos históricos relevantes con los que se configura la Revelación. En todo ese proceso, Dios condesciende, se abaja a hablar a los hombres de un modo que pueda ser entendido por nosotros. La Palabra de Dios se hace palabra humana, aunque su Palabra siempre es más grande que la comprensión que tiene el hombre que la recibe.

La Palabra de Dios se expresa en palabras humanas cuando el receptor la transmite de modo oral a quienes conviven con él o cuando la pone por escrito para dejar constancia de ella en el tiempo. En ese proceso es donde nace una Tradición viva y una Escritura que son testimonio de una historia dirigida por Dios [5].

Cuando los textos que ahora tenemos en la Biblia fueron puestos por escrito, la palabra contenida en ellos ya había recorrido antes un camino más o menos complejo de experiencia vital y transmisión oral. E incluso una vez puesta por escrito no permaneció como letra muerta. Esos textos nacidos del Espíritu en el seno del pueblo de Dios fueron leídos e interpretados una y otra vez en las sucesivas vicisitudes históricas, y esas nuevas lecturas e interpretaciones fueron sacando a la luz sus potencialidades ocultas. En la Biblia hay abundantes testimonios de relecturas realizadas mientras se configuraba la Sagrada Escritura [6]. Esto sucedió así por la propia naturaleza del proceso de la Revelación en el que nacen los libros sagrados, ya que éstos contienen una Palabra que los precede y los trasciende, que no puede quedar reducida al concreto momento histórico de su primera fijación por escrito ni es patrimonio del pensamiento de ningún escritor singular.

El mismo proceso de composición de la Escritura, que la exégesis bíblica contemporánea se esfuerza por conocer cada vez con más detalle, es testimonio de la vitalidad de esa Palabra, capaz de configurar una Tradición viva, que a su vez va progresando en el seno del Pueblo de Dios, con la asistencia del Espíritu Santo. Tradición y Sagrada Escritura están, pues, como lo señaló el Concilio Vaticano II, íntimamente relacionadas entre sí pues surgen de la misma fuente y en cierto modo se funden hasta constituir un solo depósito de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia (cfr. Dei Verbum, nn. 9-10).

En síntesis, esa Palabra que nos fundamenta y trasciende, confiada a la Iglesia, la hemos recibido en la Revelación divina, es decir, en un proceso de comunicación llevado a cabo en la historia, que, para que se diera verdaderamente, ha requerido que ese Verbo se expresase en lenguaje humano. Sus expresiones no están formuladas con un lenguaje alternativo al nuestro sino en palabras humanas que, a su vez, transmiten algo que está muy por encima de los límites de nuestra capacidad: el pensamiento de Dios [7].


Pueblo de Dios y palabra de Dios se necesitan mutuamente

Tradición y Sagrada Escritura testimonian, pues, una Palabra que vive en una historia que progresa, con una apertura insondable hacia el pasado y hacia el futuro, una Palabra recibida por el pueblo de Dios y criada en su seno. Esa Palabra, recordaba en esta universidad el entonces Cardenal Josef Ratzinger, «viene mediada por una historia humana. Encierra el pensar y el vivir de una comunidad histórica, a la que llamamos Pueblo de Dios precisamente porque ha sido reunida y mantenida en la unidad por la irrupción de la Palabra divina» [8].

Hay, por tanto, una interacción esencial entre el Pueblo de Dios, que alcanza su plenitud en la Iglesia, y la Palabra de Dios transmitida tanto de modo oral como escrito. Ese pueblo es donde se ha recibido y donde ha crecido esa Palabra, pero a la vez, es esa Palabra la que confiere a ese pueblo su identidad, por encima de las diferencias de lugares, razas y naciones, y la que le otorga continuidad en el decurso de los tiempos. Además, esa mutua relación no es sólo algo ligado en exclusiva a los momentos originarios del manifestarse Dios en la Revelación, de la configuración de Israel como Pueblo de Dios, o del nacimiento de la Iglesia, sino que se mantiene y se requiere en todo lugar y tiempo. En efecto, desde su misma composición la Biblia está relacionada con el pueblo, con la Iglesia. Así lo expresaba Benedicto XVI en el prólogo a su obra Jesús de Nazaret:

«En primer lugar están los autores singulares o el grupo de autores a los que debemos un libro de la Escritura. Pero estos autores no son escritores autónomos en el sentido moderno del término, pertenecen más bien al sujeto común del “pueblo de Dios”: hablan partiendo de él y se dirigen a él de modo que el pueblo es el verdadero y el más profundo “autor” de las Escrituras […]. El pueblo de Dios, la Iglesia, es el sujeto vivo de la Escritura: en él las palabras de la Biblia son presencia» [9].

En efecto, de una parte la Palabra de Dios quedaría indefensa cuando sus formulaciones en lenguaje humano fuesen escuchadas al margen de la vida de la Iglesia, máxime cuando quedara reducida a un simple libro. Quedaría entonces expuesta a ser manipulada por intenciones y opiniones preconcebidas [10], o al menos a quedar atrapada en los lazos de unos métodos de interpretación diseñados para realidades que son, al menos parcialmente, diferentes. Sólo en la voz de ese sujeto vivo e imperecedero que es la Iglesia, la Palabra de Dios mantiene su contemporaneidad con los hombres de todas las épocas. Sin ella quedaría perdida en el pasado, la voz de la Tradición no sería más que el eco de viejos usos y creencias, y la Sagrada Escritura quedaría reducida a simple literatura.

La Palabra de Dios necesita, pues, de la Iglesia para mantenerse viva. Pero esa necesidad es mutua. También el Pueblo de Dios precisa de la Palabra que convoca, reúne y guarda unida esa comunidad humana que lo forma. Tal comunidad, por encima de las diferencias locales y temporales que se reflejan en la vida y en la cultura de sus miembros, conserva su identidad como Pueblo de Dios gracias a esa Palabra que lo constituye.

En efecto, la Iglesia no es un pueblo más en el concierto de las sociedades humanas. No es una alternativa a otras organizaciones nacionales, sociales o políticas precisamente porque ella no es una organización nacional, social ni política. No tiene, pues, sentido pensar el Pueblo de Dios desde categorías específicas de la sociedad civil ni introducir en él modos de actuar propios de la acción política. La Palabra que convoca la Iglesia y la mantiene viva está por encima de las ideas personales de sus miembros o de los modos particulares que ellos tengan de analizar la realidad. La Palabra que la constituye no puede ser manipulada para adaptarla a las modas u opiniones más difundidas en un determinado contexto histórico, cultural o social, ni está sometida al refrendo de los votos de una mayoría en un momento determinado. Está por encima de esas contingencias, y precisamente por eso mantiene siempre intacta su vitalidad en todas las generaciones sin que el paso del tiempo pueda diluir su perenne actualidad.

Por su propia naturaleza, pues, Palabra de Dios e Iglesia se necesitan mutuamente para garantizar que haya comunicación efectiva en el proceso de la Revelación divina, es decir, para que las mujeres y los hombres en todos los lugares y tiempos puedan escuchar a ese Dios que sale a su encuentro.


La Iglesia enseña la palabra de Dios

Ahora bien, la relación de la Biblia con el pueblo de Dios supone una relación también con el carisma del magisterio. Benedicto XVI lo recordaba no hace mucho con palabras y actitudes de San Jerónimo: «Para Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Por nosotros mismos nunca podemos leer la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos en errores. La Biblia fue escrita por el Pueblo de Dios y para el Pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el Pueblo de Dios podemos entrar realmente con el «nosotros» en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia católica. No se trata de una exigencia impuesta a este libro desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del Pueblo de Dios que peregrina y sólo en la fe de este Pueblo podemos estar, por así decir, en el tono adecuado para comprender la Sagrada Escritura. Por este motivo, Jerónimo alentaba: «Permanece firmemente unido a la doctrina de la tradición que te ha sido enseñada para que puedas exhortar según la sana doctrina y refutar a quienes la contradicen» (Epístola 52,7). En particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano, concluía, debe estar en comunión «con la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» (Epístola 15, 2). Por tanto, con claridad, declaraba: «Estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro» (Epístola 16)» [11].

De manera sistemática, lo señalaba ya la Constitución Dogmática Dei Verbum. Dice el comienzo del n. 7: «Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de todos los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones». Y tras enumerar las acciones que los apóstoles cumplen para seguir los mandatos de Cristo, concluye: «para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y vivo en la Iglesia, los Apóstoles dejaron como sucesores suyos a los Obispos, “entregándoles su propio cargo de magisterio”». Ahora bien, ¿cómo es todo este proceso?

La Carta a los Hebreos comienza diciendo que «en diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. Pero, en estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo» (Hb 1,1-2). En efecto, el Verbo se hizo hombre en Jesucristo (cfr. Jn 1,14). En su persona, en sus enseñanzas y en su vida es donde se encuentra esa Palabra de Dios en plenitud. Los Apóstoles lo vieron, lo escucharon, convivieron con él y dieron testimonio de lo que habían visto y oído, de la manifestación de Dios de la que habían sido testigos.

Cuando difunden el evangelio son conscientes de que su tarea consiste en transmitir con toda fidelidad lo que habían recibido. Tal convencimiento se refleja, por ejemplo, en las fórmulas empleadas por San Pablo para dejar claro que no pretende enseñar nada que sea creación de su propio ingenio: «Porque yo recibí del Señor lo que también os transmití» (1 Cor 11,23; cfr. 1 Cor 15,3).

En efecto, sabe bien que aquello que predica lo ha recibido del Señor. Así lo declara explícitamente a los Gálatas:

«Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio que yo os he anunciado no es algo humano; pues yo no lo he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo» (Gal 1,11-12).

Pero a la vez estaba convencido de que sólo contrastando con quienes tienen autoridad en la Iglesia podía tener la certeza de estar en la verdad:

«Subí otra vez a Jerusalén con Bernabé, llevando conmigo también a Tito. Subí impulsado por una revelación y, a solas, les expuse a los que gozaban de autoridad el Evangelio que predico entre los gentiles, no fuera que corriese o hubiese corrido inútilmente» (Gal 2,1-2).

Con ese respaldo, ejerce una verdadera autoridad magisterial en defensa del evangelio genuino. Sus advertencias a los Gálatas están llenas de vigor:

«Me sorprende que hayáis abandonado tan pronto al que os llamó por la gracia de Cristo para seguir otro evangelio; aunque no es que haya otro, sino que hay algunos que os inquietan y quieren cambiar el Evangelio de Cristo. Pero aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciásemos un evangelio diferente del que os hemos predicado, ¡sea anatema! Como os lo acabamos de decir, ahora os lo repito: si alguno os anuncia un evangelio diferente del que habéis recibido, ¡sea anatema! ¿Busco ahora la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿O es que pretendo agradar a los hombres? Si todavía pretendiera agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo» (Gal 1,6-10).

Algo después, cuando la Iglesia vivía el momento de la transición desde la primera generación, la apostólica, sostenida en el testimonio de los testigos oculares, hacia la segunda generación de cristianos, se percibió con fuerza la necesidad de preservar fielmente y de transmitir con integridad todo lo que los Apóstoles habían enseñado y cuanto habían establecido, ya que desde los comienzos se advertía que no cualquier opinión difundida entre el pueblo es auténtica, sino sólo aquella que responde con plena fidelidad a lo recibido de Jesucristo en la predicación apostólica. Es el momento en que los epískopoi van tomando el relevo de los Apóstoles como garantes de la verdad revelada por Dios y transmitida por ellos. Ellos no son propietarios de la Revelación, de esa Palabra que les ha sido dada a través de la instrucción recibida de los Apóstoles, sino cuidadores de ella. Lo que han escuchado es la norma de doctrina y vida a la que deben atenerse.

El mismo término con el que en esos primeros momentos se designó a los hombres sobre los que recaía la responsabilidad del cuidado de las comunidades cristianas, epískopoi, es decir vigilantes, es bien expresivo de la tarea que se les confiaba: velar por que se conservase intacta y con todo su vigor la Palabra que habían recibido.

En las primeras comunidades cristianas, en efecto, no faltaron ignorantes que opinaban con presuntuosa afectación de rigor científico acerca de esa Palabra recibida. Los Apóstoles percibieron el problema, pues eran conscientes de que las enseñanzas de tales falsos maestros podrían arruinar gravemente la fe de la gente sencilla. De ahí las severas advertencias que dirigen a los primeros responsables de esas comunidades:

«Querido Timoteo: guarda el depósito. Evita las palabrerías mundanas y las discusiones de la falsa ciencia: algunos que la profesaron se han apartado de la fe» (1 Tim 6,20-21).

Ese modo de proceder, plenamente aceptado desde el principio, también está atestiguado en las instrucciones de la Segunda Carta a Timoteo:

«Ten por norma las palabras sanas que me escuchaste con la fe y la caridad que tenemos en Cristo Jesús. Guarda el buen depósito por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tim 1,13-14).

Y en las instrucciones transmitidas en la segunda Carta a Timoteo se comenzaban a perfilar los rasgos magisteriales que incumben a quien está al cuidado de una comunidad cristiana:

«Lo que me has escuchado, garantizado por muchos testigos, confíalo a hombres fieles que, a su vez, sean capaces de enseñar a otros» (2 Tim 2,2).

El ministerio de los obispos está desde el principio llamado a garantizar la continuidad con Jesucristo y los Apóstoles y a mantener la autenticidad de la doctrina recibida. No les otorga autoridad para acuñar nuevas doctrinas, sino para ser portavoces autorizados de la doctrina de Cristo. El Espíritu Santo no es enviado para modificar ni añadir nada nuevo a la predicación y doctrina de Jesús, sino para ayudar a su comprensión y asimilación por los cristianos [12].

La experiencia de esos primeros momentos muestra que la Iglesia sabe bien que es tarea suya proclamar el carácter definitivo de la manifestación de Dios en Cristo, donde se ha alcanzado la plenitud de la Revelación [13], y no simples doctrinas humanas por ingeniosas o atractivas que fueran. Su Magisterio está al servicio de la verdad que le fue comunicada para protegerla de extravíos, de modo que pueda garantizarse «la posibilidad objetiva de profesar sin errores la fe auténtica, en todo momento y en las diversas circunstancias» [14].

La autoridad del Magisterio deriva de la auctoritas intrínseca a la Palabra de Dios que ha sido recibida en la Iglesia, no se yuxtapone a la de la Sagrada Escritura ni a la de la Tradición sino que deriva de la autoridad que ellas tienen por sí mismas. No la reduce, la limita, ni mucho menos la sustituye por otra. Es la viva vox que expresa fielmente la Palabra de Dios de forma inteligible en todo momento, sin desvirtuarla, de modo que sea ella misma con todo su esplendor.

Los sucesores de los Apóstoles no podrían reclamar esa autoridad para nuevas palabras que eventualmente formulasen con el deseo de satisfacer las aspiraciones de los hombres en determinados momentos de la historia. Por el contrario, la autoridad que posee su enseñanza se ordena sólo a asegurar que la Palabra de Dios esté disponible tal y como es, con toda su integridad y riqueza, para alumbrar a todas las generaciones en las más diversas circunstancias que puedan presentarse. Su Magisterio es una garantía de no manipulación para que la Palabra de Dios se conserve intacta por encima de las distintas modas culturales.

El Concilio Vaticano II ha expresado adecuadamente la convicción que la Iglesia tiene desde sus orígenes acerca de cuál es la tarea de su Magisterio al servicio de la Palabra de Dios de la que es portadora y que está encomendada a su custodia, así como de los límites que le vienen impuestos por la propia naturaleza de la Revelación divina:

«El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado. Por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer» (Dei Verbum, n.10).

En la práctica, el ejercicio de la responsabilidad magisterial supone una tarea laboriosa y delicada, que exige a los pastores de la Iglesia un perenne esfuerzo por mantenerse abiertos a la escucha de la Palabra de Dios y con afán de servirla. Implica la tarea de vigilar, llamar la atención sobre las eventuales desviaciones y orientar en la búsqueda de la verdad. Constituye, pues, un servicio de primer orden en beneficio de todo el pueblo cristiano que permite mantener a la Palabra de Dios su vitalidad de modo permanente a lo largo de los siglos.

El Magisterio se integra, pues, en ese admirable designio salvífico de Dios que no sólo ha salido al encuentro de los hombres en la historia para darse a conocer y manifestar sus designios amorosos, sino que sigue saliendo en todo tiempo con idéntica benevolencia:

«La Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin el otro, y que, juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas» (Dei Verbum, n.10).

Por eso, sólo en esa íntima compenetración de Tradición, Escritura y Magisterio se encuentra en plenitud esa Palabra de Dios que busca el diálogo con cada uno para abrirle horizontes, llenarlo de esperanza y ayudarle a descubrir el sentido de la vida y el camino por el que alcanzarlo. Buscar ese camino y seguirlo es una tarea ardua, pero necesaria y apasionante. Y tenemos a nuestro alcance buenos modelos de los que aprender: los santos [15], y especialmente, la Virgen María.

En los Lineamenta preparados como instrumento de reflexión para la preparación del próximo Sínodo se propone figura de María como referencia segura para encontrar a Dios a través de su Palabra:

«En el camino de profundización del misterio de la Palabra de Dios, María de Nazaret, a partir del acontecimiento de la Anunciación, es la maestra y la madre de la Iglesia y el modelo viviente de cada encuentro personal y comunitario con la Palabra, que ella acoge en la fe, medita, interioriza y vive (cf. Lc 1,38; 2, 19.51; Hch 17,11). María, en efecto, escuchaba y meditaba las Escrituras, relacionándolas a las palabras de Jesús y a los eventos que iba descubriendo en su historia. (…) La Virgen María sabe observar en torno a sí y vive las urgencias de lo cotidiano, consciente de que, lo que recibe como don del Hijo, es un don para todos. Ella enseña a no permanecer ajenos espectadores de una Palabra de vida, sino a transformarse en participantes, dejándose conducir por el Espíritu Santo que habita en el creyente. Ella “canta la grandeza” del Señor descubriendo en su vida la misericordia de Dios, que la hace “beata” porque «ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,45). Invita, además, a cada creyente a hacer propias las palabras de Jesús: «Dichosos los que aun no viendo creen» (Jn 20, 29). María es la imagen del verdadero orante de la Palabra, que sabe custodiar con amor la Palabra de Dios, haciendo de ella un servicio de caridad, memoria permanente para conservar encendida la lámpara de la fe en la cotidianidad de la existencia» (Lineamenta, n. 12).

La Virgen de Nazaret, como señalaba Benedicto XVI, se configuró a sí misma a través de la Palabra de Dios: «La Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios» [16]. Por eso, como señaló un conocido teólogo, «cuando María, Madre muda del Verbo silencioso -Verba silentis muta Mater-, se adhería a los misterios de Dios sin comprenderlos, observando todas las cosas y meditándolas en su corazón, prefiguraba el largo trabajo de la memoria y del intenso rumiar que constituye el alma de la Tradición de la Iglesia» [17].




Notas:

[1] Benedicto XVI, 2006

[2] Homilía del papa Benedicto XVI en la Misa de toma de posesión de su Cátedra. Basílica de San Juan de Letrán. Sábado 7 de mayo de 2005.

[3] Discurso de Benedicto XVI a los participantes en el congreso internacional «La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia» (16.09.05).

[4] «La revelación se da sólo cuando, además de los dichos materiales que la atestiguan, opera su realidad histórica en forma de fe. En este sentido, en la revelación entra también hasta cierto grado el sujeto receptor, sin el cual aquella no existe. No puede uno meterse la revelación en el bolsillo, como se puede llevar consigo un libro» (J. RATZINGER, «Ensayo sobre el concepto de Tradición» en K. RAHNER – J. RATZINGER, Revelación y Tradición [Herder, Barcelona 1971] 38).

[5] Cfr. J. RATZINGER, Dios y el mundo. Creer y vivir en nuestra época. Una conversación con Peter
Seewald, (Galaxia de Gutenberg, Barcelona 2002) 142.

[6] Cfr. PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, III, A) 1. EB 1428-1432. En ese apartado, pueden verse también varios ejemplos de tales relecturas.

[7] «La Escritura no es un meteorito caído del cielo, que como tal se contrapondría a toda palabra humana con la rigurosa alteridad de un mineral celeste no procedente de la tierra. (…) La Escritura es portadora del pensamiento de Dios. Esto hace que sea única y que se convierta en autoridad» (J. RATZINGER, «Discurso en la investidura como Doctor “honoris causa” por la Universidad de Navarra» Scripta Theologica 30,2 (1998), 390). Pensamos que lo mismo que se dice aquí acerca de la Sagrada Escritura se puede afirmar también de la Palabra de Dios, que es un concepto más amplio que el de Sagrada Escritura.

[8] J. RATZINGER, «Discurso…», a.c., 390.

[9] J. RATZINGER / BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, La esfera de los libros, Madrid 2007, 17.

[10] Cfr. J. RATZINGER, «Discurso…», a.c., 391.

[11] Benedicto XVI, Audiencia general del 14 de diciembre de 2007.

[12] Cfr. J. MORALES, «Magisterio de la Iglesia. II. Aspecto sistemático» en C. IZQUIERDO (dir.) y otros, Diccionario de Teología (Eunsa, Pamplona 2006) 596.

[13] Un análisis riguroso y bien fundamentado acerca de la autoridad magisterial al servicio de la Palabra de Dios en la Iglesia del Nuevo Testamento puede verse en G. ARANDA, «Magisterio de la Iglesia e interpretación de la Escritura» en J. M. CASCIARO y otros (eds.), Biblia y hermenéutica (Eunsa, Pamplona 1986) 529-562, especialmente las pp. 535-542.

[14] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción “Donum veritatis” sobre la vocación eclesial del teólogo (24-V-1990), n. 14.

[15] «Cuando la Revelación ha sido “recibida” y ha llegado a ser viva, se produce una unión con la palabra más profunda que cuando la Biblia es analizada como si fuera analizada solamente como si fuera un texto. La “sintonía” de los santos por la Biblia, por sus sufrimientos compartidos con la palabra, le ayudan a comprenderla más profundamente a como lo hacen los sabios de la Ilustración. [...] Esta fuente [de la Revelación] no es accesible de otro modo que dentro del organismo viviente que ella ha creado y que mantiene viva. En este organismo, los libros de la Escritura y las declaraciones de la Iglesia que explican la fe, no son testimonios muertos de acontecimientos pasados, sino elementos portadores de una vida comunitaria. [...] Pasado y futuro se encuentran en el hoy de la fe», J. RATZINGER, «Transmisión de la fe y fuentes de la fe» Scripta Theologica 15 (1983)14.

[16] Benedicto XVI, Dios es amor, n. 41

[17] H. de LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Encuentro; Madrid 1988, 229





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