viernes, 30 de enero de 2009

Revelación e Inspiración (IV) Recapitulando: comprensión de lo ajeno, sin menoscabo de lo propio - Miguel Antonio Barriola

En torno a la “Revelación e Inspiración” en los libros sagrados de las diferentes religiones
Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola


Exposición realizada en el marco de las actividades de la VI Jornada Bíblica "Jesucristo, único Salvador", realizadas en el Seminario religioso María Madre del Verbo Encarnado en San Rafael, Mendoza (2003).


IV – Recapitulando: comprensión de lo ajeno, sin menoscabo de lo propio.

En medio de una cultura obsesionada por halagar las apetencias del consumidor, que se deshace por sumar simpatías para el producto, partido político o club atlético de que se trate, nunca hemos de echar al canasto que Jesús envió a los suyos como “ovejas en medio de lobos” (Mt 10, 16) y les predijo que “serían aborrecidos por el mundo” (Jn 15, 19). También anunció que “del oriente y del occidente vendrán y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (Mt 8, 11). Por tanto, ni la incomprensión, ni el aplauso han de ser criterios de enfriamiento o entusiasmo para la labor misionera. Se ha de anunciar, tanto cuando se experimente la sensación de ser “una voz en el desierto”, como en asambleas multitudinarias y vibrantes, a la manera de las que se pudo ver en Roma y en todo el mundo en el transcurso del pasado jubileo.

Jesús envía a los suyos, sabiendo que unos los recibirán y otros los expulsarán (Lc 10, 6). Y, a la vuelta de sus emisarios, que contaban proezas, sólo les aconseja: “No os alegréis de que los espíritus os estén sometidos, alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (ibid. , v. 20).

Tampoco Jesús responde a preguntas “curiosas” como: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”. El remite a la acción, sin detenerse en elucubraciones que no vienen al caso. “Les dijo: esforzaos a entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos serán los que busquen entrar y no podrán” (Lc 13, 23 – 24).

Lo que nos toca hacer es abrazar la revelación divina en su totalidad, tanto en lo que atañe a la voluntad salvífica universal de Dios (I Tim 2, 4), como a la predicación de su Evangelio a todos los pueblos hasta el fin (Mt 28, 19 – 20).

En la inabarcable providencia de Dios, reflejos de su gloria se han vislumbrado en las variadas culturas y religiones, que han ido constelando la historia y la geografía. Amplitud que no desdice de su precisa voluntad histórica de concentrar sus planes de redención en el pueblo hebreo, para desde él expandirlo por el universo entero.

Entonces, ¿habrá cristianos anónimos, trascendentales, atemáticos y nada categoriales? ¿Tendremos que suponer vías de salvación fuera del Evangelio, otras revelaciones y escrituras muy nobles en tema religioso? Ojalá que sí. Pero eso no quita que la Iglesia y sus fieles tengan que trabajar denodadamente para que el encuentro pleno con Cristo, preparado inmediatamente sólo por el Antiguo Testamento y presentado en su riqueza total únicamente por el Nuevo, se lleve a cabo para cuantos más sea posible.

Así como una madre no se contenta con ver a su hijo “salvado” del raquitismo o de una grave enfermedad, sino que lo quiere robusto y bien desarrollado, en forma análoga no debemos descansar “hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo” (Ef. 4, 13).

Jamás nos libraremos de ser “signos de contradicción”, como se anunció del mismo Jesús desde los comienzos de su camino por nuestra historia (Lc 2, 34). La preparación para la repulsa en el cristiano no significará una respuesta igualmente violenta, sino la paciencia del Señor de los corazones, que golpea a la puerta, pero sin allanar domicilios (Apoc 3, 20). Los éxitos que se cosechen tampoco consentirán actitudes prepotentes y de fuerza. Ni triunfalismos ni derrotismos, sino trabajo incansable de predicación, sabiendo que sólo OTRO es el que hace fructificar: “Yo planté, Apolo regó, pero quien da el crecimiento fue Dios...Nosotros sólo somos cooperadores de Dios y vosotros sois arada de Dios, edificación de Dios” (I Cor 3, 6. 9).

Pero, también, apreciando el incomparable don de una revelación definitiva, a la que nada falta y que está consignada sin engaño en las Sagradas Escrituras judeocristianas, todos los que las hemos recibido con fe, hemos de emprender igualmente el camino de la conversión, tanto para ahondar las riquezas que allí están, pero todavía no hemos descubierto, como para rechazar los pecados, también culturales, que oscurecen la irradiación de la luz plena que llevamos en vasos de barro (II Cor 4, 7).

Para ello mucho ayudará el diálogo interreligioso. Porque “la «opacidad» de los «ídolos» de todas las épocas, puede empañar la autenticidad de las «semillas del Verbo» sembradas por el Espíritu Santo en todas las religiones. Ese mismo riesgo puede correr el cristianismo si, en lugar de transparentar a Cristo, presentara prevalentemente las expresiones pasajeras de una construcción humana”[1].

Lo cual significa pedir perdón, como lo hizo Juan Pablo II, en el marco del Jubileo del 2000, pero no menos, apreciar el encargo que el Señor nos ha encomendado, sin esconder la lámpara bajo un recipiente, colocándola antes bien en el candelero.

La tarea del anuncio misionero ha de verse animada con el mismo espíritu con que el Sembrador arroja su grano, sabiendo que será recibido en diferentes tipos de terreno. No será todo espinas ni rechazo. También habrá quienes den fruto, ciento, setenta, treinta.

Por eso, se aplica igualmente a la relación del cristianismo con revelaciones o literatura muy elevada de religiones diferentes o con incrédulos e indiferentes aquello de “lo cortés no quita lo valiente”. El respeto y aprecio de todos esos valores (aprovechables en gran parte por la misma fe cristiana) no ha de paralizar la propuesta de la única manifestación definitiva del Hijo de Dios, contenida de modo divino – humano en los libros del Antiguo y Nuevo Testamento.

Tal es el equilibrio entre evangelización y ponderación de las religiones, que se puede observar en el afortunado discurso de Juan Pablo II a los representantes de las religiones no cristianas, en la nunciatura de Tokio (24 / II / 84): “Sois herederos y guardianes de una visión del mundo consagrada por el tiempo... Ciertamente, en muchas cosas estáis ya con nosotros (cf. Mc 9, 40). Pero nosotros, los cristianos, igualmente tenemos que decir nuestra fe en Jesucristo, proclamamos a Jesucristo...resucitado para la salvación y la felicidad de toda la humanidad. Por lo tanto, llevamos su nombre y su alegre mensaje a todos los pueblos y, al mismo tiempo que honramos sinceramente sus culturas y su tradiciones, les invitamos respetuosamente a escucharlo y abrirle el corazón. Cuando entramos en diálogo, es para dar testimonio del amor de Cristo”[2].


Miguel Antonio Barriola
San Rafael, 9 / X / 2003



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[1] J. Esquerda Bifet, El cristianismo y las religiones de los pueblos, Madrid (1997) 130.
[2] En : L’Osservatore Romano, 8 / III / 84, 10.




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